Se llamaba Isabel, pero siempre prefirió la familia el cariñoso remoquete “Beca”. La conocí ya prácticamente rozando ella la vejez con su espalda un poco encorvada, su caminar apresurado, su ropa de medio luto y su lenguaje coloquial. Era tía de mi Madre puesto que era hermana de Petra Antonio, la madre de mi madre, también la hermana de Carlos, Timoteo, Primitivo, Cleto que vivía en los cerros de Urica, Catalina, vecina de mi casa y Félix anclado con su barco en la Playa del Medio, acompañado de su hijo Guillermo con su mujer El más allegado a mi casa era Tío Félix, ocasionalmente cuando iba a echarme un chapuzón en el mar, lo visitaba y si no había gente en la casa me internaba furtivamente en el corral de las gallinas y aprovechaba la yema de los huevos.
Estuvo Beca siempre al lado de Victoria, controlándole lo remeros de leña de la bodega acumulada en el patio, cocinándole, lavándole y cuidando del niño Marco Antonio, el hijo predilecto de la casa y al que nada le faltaba, sobreprotegido y travieso.
El hijo de Beca, Juan Fernández, se había hecho próspero allá en Tucacas (Falcón) y como le resultaba difícil sacar a su Madre de la Isla, le compró una buena casa frente a la plaza, que había pertenecido a Braulia Cedeño, la esposa de Pablo Coello, mi abuelo, en algún tiempo Gobernador del Estado Nueva Esparta. La casa siempre estaba sola y desde el patio, amarrada por lo brava bajo un espléndido Yaue, la perra “Rancho” la cuidaba. La ingrata me mordió en tres oportunidades al introducirme a escondidas en la casa para disparar con mi china a una bandada de pájaros, llamados “Rabo largo”, que temporalmente emigraban desde Costa Firme.
La insistencia del hijo venció a la Madre para que se fuera a su lado a pasar sus últimos días en Tucacas. Beca toda llorosa alió sus bártulos y se fue en la embarcación que vino expresamente a buscarla. No transcurrieron muchos días, como se presentía, sin que la matara la nostalgia y la distancia.
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