sábado, 10 de mayo de 2014

ESTAMPA DE MI INFANCIA / Américo Fernández


Me transfiero a casi medio siglo y busco en los repliegues del tiempo la serena silueta de mi madre, la de frente alta y mirada pálida perdida en los atarde­ceres, distanciada de mi padre, aquél recortado señor deporte asiático, temblándole los parietales, parco y hermético como un pozo desolado. Qué mal lo recuerdo! Había perdido la virtud de ser amado. Juez, Maestro, Jefe civil. Cuántas cosas podía ser un bachiller de aquellos tiempos. Amigo aparente o forzado de todos los gobiernos y las guarichas se lo reprochaban en sus diversiones de año nuevo. Tenía tantos hijos como mujeres en aquella isla donde la autoridad con un dedo de instrucción constituía añagaza suficiente para el amor      correspondido. Creo que sus mujeres las escogió bien, menos a una que lo llevó a la demencia. Nunca yo, párvulo infeliz ni mis compañeros de aula logré entender aquel enredo de las cuentas siempre malas. De rodillas sobre el pavimento hasta que la oscuridad nos invadía de miedo y nos obligaba aprender aquella cartilla que nuestros mayores parecían reverenciar con estereotipado orgullo espartano. Mi padre al fin quedó extenuado por la locura y cuando murió entre libros y tinteros, sujeto con todas mis fuerzas al pie de la escalera del campanario de la iglesia, me negué a verlo. Siempre le tuve miedo a los muertos o  cosas parecidas como duendes, chiniguas, La Mano negra, La sombra,  El encapuchado. Cada falta cometida, además del castigo físico traía por las noches el reclamo amenazador de algún fantasma inventado por mi madre o por aquella tía que se decía mi abuela.
Porque abuela de verdad yo no tenía. Todos habían muerto mucho antes de que yo naciera, de manera que mi abuela era Tía Beca. La única que recuerdo. La conocí encorvada y parlanchina. Entablaba unas conversaciones de nunca acabar con todo conocido que pasara  la cerca encardonada del patio de su casa atravesada en medio del camino o por detrás del corral de la bodega de Tía Victoria. Tía Beca tenía su casa, pero no vivía en ella, por lo que siempre estaba solariega, apenas habitada por "La Rancho", una perra negra con pintas blancas realmente brava, Había mordido a
casi todo el vecindario y a cuanto muchacho se atrevió brincar la empalizada para dispararle con su gomera a las bandadas de pájaros azulejos que en su tránsito migratorio desde Costa firme  descansaban sobre las matas de yaque o de guamache.
La Abuela Beca solía contarme cuentos de balandras y bergantines que naufragaban y marinos que sobrevivan luego de luchar contra los gigantes del mar y mantenerse a flote durante muchos dices. Mi madre también solía hacerlo acurrucándome entre sus piernas mientras iba sanado los piojos y liendres que se cultivaban en mi cabeza para triturarlos luego  con las uñas de los pulgares. Era una manera de retraerse de la vieja máquina de coser de manigueta heredada de mi abuela Petra y en la que confeccionaba los vestidos de cretona y huesito de las pescadoras. Las pescadoras eran tan humildes que no podía pagar más de dos bolívares por sus costuras, por lo que mi madre debía completar la subsistencia haciendo empanadas o tostando maní que luego yo vendía por las noches en la puerta del único cine. Un cine pobretón donde pasaban las películas por parte y se formaba toda una algarabía cuando la imagen aparecía en la pantalla deformada. Gritaban a todo pulmón: "Cuadro Alipio", Alipio era el dueño del Cine y para variar solía traer ocasionalmente artistas de Circo de la que los muchachos se enamoraban y estaban hablando durante todo el año. Sensacional era para ellos los juegos de prestidigitación así como la fortaleza de aquel hombre llamado Almeidine que a mandarria se hacía partir una enorme y pesada piedra  sobre el pecho. Para hacer más interesante el momento se buscaba a "Canoncito" para que descargase la mandarria contra el circense. Canoncito era el herrero del pueblo y aunque tomaba mucho ron la gente lo admiraba por la forma como forjaba el hierro. Cuanto Tia Victoria se levantaba para abrir temprano la puerta de su bodega, el primer cliente era Canoncito pidiendo le sirvieran "la mañanita".  Más atrás venía Leandro, un loco pintoresco del pueblo, que se alimentaba a fuerza de coco y papelón. Leandro era la distracción cotidiana de los muchachos. No tenía más ropa que la que siempre llevaba puesta. Dormía en la Cueva del Piache y hacía sus necesidades en el Boquerón, detrás de la Iglesia, Allí lo sorprendía la muchachada predispuesta y él le respondía con piedras que desarrollaban una velocidad espantosa,
Después de Leandro era "Chano Paruta", el policía del pueblo que parecía no hacer más que cuidar la mata de Tamarindo de la Prefectura para que la muchachada del centro no le lanzara piedras.


lunes, 5 de mayo de 2014

LA IMAGEN DE FROILAN


La imagen de Froilán venía a mí en los momentos de escasez o cuando por la calle veía pasar sobre ruedas de biciclo un bronceado vendedor de pescado.
Entonces la imagen de aquel pescador singular llegaba con toda la fuerza de su expresión vital. Re­luciendo con el salitre de la tarde, entre redes agujas, los rasgos de una mezcla racial en lo que el negro había puesto todo su vigor de ébano. Sin embargo, Froilán carecía de labios pronunciados carnosos acaso por ello alguna vez lo llamaron culi.
Tampoco sus ojos eran desmesurados, pero en ellos parecía estar suscrita toda la latinidad de una tristeza con nexos esclavistas muy lejanos. Su mujer traslucía ascendencia hispana su apellido parecía estar conectado con el primer habitante de la isla.
No era muy alto el hombre su andar era lento parco como su palabra. Según los habitantes de aquella Isla era un "hombre con suerte" protegido desde su pectoral por una diminuta "reliquia" forrada con cuero brillante preparada por uno de los mejores ensalmadores de Costa Firme. Ella era capaz de inflar las redes del pescador repetir el milagro de Jesús cuando se fue a la mar con los primeros apóstoles.
Los "lances" de Froilán eran célebres en la Isla. Nadie parecía igualar su suerte de abarcar tantos peces con tan pocas redes. La ranchería estuvo siempre repleta de lebranches jureles, de sierras tahalíes en los aposentos el pescado reseco por la sal el sol embriagaba tanto como el salpreso que sobre el entarimado dejaba chorrear la salmuera corrosiva. Era un olor fuerte, penetrante, que vigorizaba los pulmones nos hacía elucubrar maradas de riquezas, El pescado por arroba valía mucho el dinero circulaba a profusión entre los pescadores. Había ron y cerveza en abundancia el resplandor de la cohetería iluminaba los cielos de las noches.
Pero una vez vino la desgracia. La reliquia de Froilán desapareció de su pecho nunca más los trenes volvieron a tierra con la fauna preciosa de otros días. Froilán se fue sumiendo cada día en el letargo de la superstición confuso e irredimible se sentaba al pie del faro sobre el cerro a contemplar los mares desolados. Froilán se fue acabando como una vela a llama lenta en la oscuridad inquietante de las noches de insomnio. Nadie más pensó en el su imagen se fue desvaneciendo a medida que surgían otros nuevos y prósperos pescadores. Froilán no está. Se apegó tanto a la fe de su reliquia que ya no existe sino en el recuerdo de aquel niño que saltaba entre montones de pescados bajo la enramada de la espaciosa bulliciosa ranchería para ver donde estaba el más gordo ensartarlo por la boca y luego rumbo a casa silbando  una melodiosa canción de despedida.