sábado, 18 de febrero de 2023

VICENTE FUENTES COCHENSE QUE EJERCIÓ LA PRESIDENCIA DE NUEVA ESPARTA

 



El nombre de Vicente Fuentes inseparable es de nuestros le­janos días, venturosos y pacíficos, de estudiante provincial. Los muchachos de entonces —que ignoraban las confabulaciones con­tra la frescura y el candor infantil— vestíamos pantalones bom­bachos, cuellos de celuloide que cubrían la solapa y una corbata de lazo dieciochesco, sobre todo en los días de fiesta de guardar.

Cuando viajábamos a Porlamar con nuestro padre, fuera en calesa o a caballo, tras de la obligada estación en el hogar del viejo Morao, era corriente que tropezáramos o viéramos cru­zar a distancia, por una de las calles cercanas al puerto, la recia humanidad del poeta de Reflexión Marinera, endurecido el ve­teado rostro guayquerí por la vida al aire libre, con una mirada mansa y cierto rictus en la boca, como de quien había visto esfumarse muchos sueños y sorbido ya las ingratitudes de la existencia. Caminaba a la manera de los veleros margariteños, impasible hacia el rumbo de antemano trazado. La impresión que en el pórtico de la adolescencia nos dejara este representativo de las letras margariteñas, los años se encargarían de repujarla: hombre de corazón sencillo, ajeno por entero a propagandas y comedias, reñido con las extravagancias, los egoísmos y las sin­gladuras del vicio y lo estólido.

Vicente sirvió en distintos destinos públicos. En ninguno de ellos se vió enredado en las mallas del enriquecimiento ilícito, y ni los más tozudos encontraron pretexto para enrostrarle quebrantamiento de sus deberes. Limpio su paso por la Biblioteca Nacional, por la Administración del Ministerio de- Educación y por la Presidencia de Margarita, bajo el régimen cordial y demo­crático de Isaías Medina Angarita. Al llegar a la magistratura de la Isla, fincados en nuestra desinteresada amistad, le escribimos para precaverlo de los intrigantes de oficio y de los forcejeos oscuros de los aspirantes a los beneficios del presupuesto. Cuídate, le decíamos, como se cuidan nuestros contramaestres de los escollos de La Tortuga, del embate de calculadas presiones para hacerte descender a esos feos bajíos, que se llaman, mandonería y parro- quialismo. La ^respuesta, fecha 16 de febrero de 1943, escrita a mano, con pulso firme, era de una conmovedora naturalidad: La tierra me ha recibido muy bien. Está verde y fragante y tan compuesta como para que le hagan un cuadro. La Isla ahora tiene de sobra lo que casi siempre le falta: agua. El agitador N° 1 que es la sequía está proscrito por algunos meses... he tenido buena suerte. Voy navegando con buen tiempo. Meses después, en otra suya del 25 de abril de 1943, nos decía a propósito de la sugestión que le hiciéramos de distraer unos minutos semanales en sus atareos gubernamentales para reforzar los trabajos de Isaac sobre romances españoles en la República: Aunque estos menesteres de Gobierno son tan numerosos que no me dejan tiempo para esparcimientos intelectuales, incitado por la mención que haces en tu carta busqué y leí el trabajo del Dr. Isaac J. Pardo: “Viejos romances españoles en la tradición popular venezolana”. Me encontré, como tú dices, con un trabajo sumamente interesante y con una tarea de investigador y de poeta que debe ser un gran placer realizarlo. En Margarita no es fácil encontrar personas que con sentido histórico hayan recogido antiguos romances. En general ostentamos una gran indiferencia por todo lo que tenga olor a historia: lo que se puede explicar piadosamente diciendo que somos irreverentes como la juventud, y no piadosamente diciendo que tal indiferencia no es otra cosa que una seria mani­festación de nuestra incultura. La tarea del Sr. Pardo la considero una grande y grata tarea, y ya suficientemente recompensada con los imprevistos hallazgos que en un instante de profunda satisfac­ción artística, iluminan toda una labor oscura y paciente de muchos años. Si la considero así ya sabrás con cuanto gusto haré lo que es­té a mi alcance para facilitarla, sin olvidar además que Pardo es persona por quien sientes, querido Luis, gran estima, condición ésta suficiente para tener yo la satisfacción de servirte. Gracias por el recuerdo del gran Cecilio. Por los párrafos transcritos se puede inferir el don de servir, la claridad de pensamiento y sus prendas de cultura y de elevada simpatía. Como hijo de un gran trabajador y nativo de un pueblo que lucha con la vida a brazo partido, no burló el cuerpo al esfuerzo cotidiano, ni a los peligros y privaciones. Dejada la presidencia de Margarita, rehusó ocupar otros cargos públicos y consagró el resto de su vida a cultivar en silencio una pequeña hacienda en el poético pueblo de Choroní. No podemos evocar este aspecto de la vida de Vicente, sin que nos preguntemos si en su decisión labriega no habría algo del recuerdo del abanderado de nuestro romanticismo, aquel José Antonio Maitín, quien a su retorno de Londres —y fiel a la exultación de la Silva a la Zona Tórrida— trocó también la pluma por el arado, y fue a ese mismo Choroní a compartir el vivir estoico de nuestra gente campesina. Estaba persuadido nuestro paisano de que los intelectuales que lo son de veras no deben marginarse al pueblo, sino codearse con él, para tratar de interpretar sus ansias y de medir el alcance de sus insos­pechadas reservas. Creía, con un gran estadista de nuestro com tinente, que una nación no es fuerte porque haya encima de ella una clase educada y dominante. Si la base de la pirámide es de mezcla, poco importa que su vértice se construya de piedras pre­ciosas. Empero si el fundamento es de amatista, y su cuerpo es de granito, entonces su parte superior puede soportar todas las piedras preciosas que se quieran: entonces la belleza estará para siempre asegurada por el vigor y por el esfuerzo bien orientado.

Poeta, lo fue indudablemente. Como los malogrados Luis Cas­tro* Navarro González y Jesús Marcano Villanueva, buscó en el arte refugio para sus inquietudes y secretos anhelos. En sus ver­sos, como en el Mar de las Perlas de Pedro Rivero o en el Velero Mundo de Lares Granado, intacta está su huella con que la vida dura del mar estremeciera las más sensibles y recónditas fibras  de su espíritu.  No fue de los que se dieron a buscar motivos exó­ticos para su inspiración o a imitar servilmente las cualidades lí­ricas de consagrados cantores patrios. Sus poemas son, por su hon­dura, sobriedad y simpatía, espejo de su vida, algo más, donosa expresión del mensaje de libertad y de altivez que trasciende la naturaleza, el espíritu y el paisaje de la Isla amada.

Cuándo regresábamos del Cementerio, la mañana del Sábado 20 de marzo de este 54, después de haber acompañado al noble amigo a la morada definitiva, ante una insinuación que hiciéra­mos a Días Sánchez y Pedro Antonio Vásquez, respondió que  Ra­món : Arturo prolongará el libro de versos de Vicente que editará la Aeropostal Venezolana, como un volumen más de la colección icaria apadrinada por Carrasquel y Valverde. Esa edición dijimos » - y lo repetimos hoy— servirá no sólo para testimoniar la ca­maradería admirativa hacia el esfuerzo intelectual del compañero muerto, sino para reafirmar ante la conciencia literaria del país el hermoso numen, empapado en humanizado lirismo, del querido bardo margariteño. En la poesía de Fuentes, bueno es sub­rayarlo, nunca decae, como en el maestro José Ramón Yepes. la emoción marinista —angustia oceánica— de raigambre vernácu­la, ni el ansia profunda de equilibrio o independencia, como inútil resultaría buscar en ella contorsiones sentimentales y desen­fados procaces. En su poesía, como en su vida, todo tiene sabor a marinería: todo es rudo y sencillo, todo fluye con diafanidad de un alma a quien la cultura ni los embates del vivir restaran naturalidad y gracia, aleccionadora ingenuidad varonil. Cuando murió su compañero de generación, Luis Enrique Mármol, escribió aquí en Caracas, el año 1926, su intencionado poema: “El Com­pañero en Tierra”, que comenzaba de esta guisa: En medio de nosotros abrió el dolor su abismo. Nos atreveríamos a decir, re­leyendo sus cantos, lo que de Luis Enrique captara de Aveledo Urbaneja: en él despuntaba la intención de querer juntar, en inven­tada amalgama, la versificación y la prosa.

La última vez nos vimos en el edificio  Padre Sierra, en aque­llas sus periódicas visitas a su querido Pedro Sotillo: como de costumbre, el rostro de Vicente reflejaba apaciguadora tranquilidad, no dejaba entrever pesimismos ni secretas melancolías enervadoras. Parco en palabras. Invulnerable a las vaharadas de cartaginismo, de rimbombancia y de insinceridad que nos atosi­gan. Siempre amoroso de su tierra y su gente. Como su gente y su tierra amó el mar, las flores y el campo. Murió como había vivido: sin meter ruido, sin gesticulaciones, sin haber proferido palabra que no fuera de amena, comunicativa y honda venezolanidad. ¿Qué nos queda como herencia del amigo y del poeta, del cuentista, y del nauta escrutador de horizontes? Una flor, unos frutos, un manojo de versos y leyendas.

Sobre su tumba no pudo la alborada insular —que él amó tanto— poner su nota de ternura y de gracia. Pero sobre ella, en la dulce noche caraqueña, el claror de la luna vierte apacibles raudales de luz. Con las gozosas palabras de su primera carta, que cobran ahora insospechado acento, podemos decir: Vicente, en la mar infinita navegas con buen tiempo.

Luis Villalba-Villalba

Caraeas, Abril de 1954.