Desde mi perspectiva residencial trazaba una línea imaginaria en forma de ángulo obtuso para ubicar las viviendas de los tres Nicanor que conocí durante mi infancia: Nicanor Arismendi, herrero y jefe civil del pueblo; Nicanor Bello, el que iba a Costa Firme en busca de ganado caprino para convertirlo en cecina y exhibirlo colgado en garfios para su venta y Nicanor Fernández, padre de Canoncito, sonámbulo que tanteaba como alma en pena las noches escondidas detrás de la luna.
Nicanor Arismendi (Canón) era relativamente alto y delgado aunque un poco inclinado, tal vez por la mandarria de su herrería de forja, tenía hijos de talla poco levantada como su hijo homónimo, herrero como él y el hombre experto en los fuego artificiales que se utilizaban en las fiestas patronales de San Pedro, la Virgen del Carmen y el Corazón de Jesús Además era muy ocurrente y adicto al ron blanco.
La otra hija de Nicanor era Paulita, chiquita pero altiva, esposa de Juan Gil, el Tuerto Juan Gil, de mucha plata y poca bulla que además de su vivienda-negocio tenía otra a orilla de la misma playa donde atracaba su bote cada vez que regresaba de un puerto comercial de cabotaje. Esa era una casa depósito, pero también donde tenía sus revolcones amorosas que tuvieron como consecuencia dos hijos fuera del matrimonio.
Juan Gil era un hombre poco divertido, dicen que de origen corso y su ruta de la playa a su casa era invariable, pues además de la bodega suficientemente surtida, tenía una mesa acondicionada y dispuesta con manto negro donde vertía las perlas que compraba a los pescadores, antes de pasarla por el monóculo y establecer su avalúo.
Sus hijos Emerio, Efraín, Elinora y Freddy no se codeaban con todo el mundo y desde temprana edad comenzaron sus estudios protegidos por los Coello tanto en Porlamar como en Caracas. Freddy, el menor de ellos, sin embargo, tuvo comunicación conmigo que era prácticamente un “pata en el suelo”. Hurtaba los cuarticos de anís de la bodega de su padre y me buscaba para libarlos en lo alto del cerro del Faro bajo la luz de la estrellas. A Efraín lo conocí en Caracas cuando, al igual que Elinora estudiaba uno en el Fermín Toro y la otra en el Liceo Andrés Bello y vivían en el Este 10 Bis 144, casa de la Familia Coello. La matrona de la casa, Regina de Coello, era mi tía por parte de padre y había tenido el desprendimiento de acogerme en el seno de la familia cuando con una beca de 200 bolívares fui a estudiar en la Escuela Técnica Industrial. La ETI funcionaba de Perico a San Lázaro antes de mudarse para la Ciudad Universitaria. En la casa vivían además Carmen Verónica Coello (Pediatra), Pedro Luis Coello (estudiante de odontología) y Carlos Enrique, renuente al estudio. Un solo baño para tanta gente y apenas cuatro cuartos. La realidad se complicaba cuando de Cumaná o Margarita llegaban huéspedes. El patio de la casa colindaba con el río Guaire, un día éste se desbordó y vi mi pobre maleta navegando por el corredor de la casa. Subí a la azotea para contemplar asombrado el espectáculo desbordante del río y me encontré con Luz Machado, vecina que también se había subido. Ya era nacionalmente conocida como poeta guayanesa de intelectual estirpe Su padre, José Gabriel Machado, era reconocido jurista y director del Museo Talavera en Ciudad Bolívar. Ella ni siquiera me habló, pero le metió el ojo a un poemario de Manuel Acuña que yo tenía sobre el tanque surtidor de agua de la casa, abierto por la página que el poeta mexicano le dedicaba a Rosario y por cuyo amor no correspondido se consumó en el suicidio. A Luz no la volví a ver sino cuando ya Corresponsal del diario El Nacional en Ciudad Bolívar, me tocó entrevistarla. Entones nos hicimos buenos amigos y cuando me nombraron Miembro Correspondiente de la Academia Nacional de la Historia en junio de 1994, ella estuvo presente en el acto y luego me invitó a almorzar en su casa del Cafetal dominada por un cuadro del pintor Régulo Pérez. Su último libro “Imágenes y Testimonios” fue prologado por mí.
A Carmen Verónica Coello la había conocido cuando ella era médico residente del Hospital Ortega de Porlamar y decidió hospitalizarme hasta que me curara de un eczema en la pierna. Allá fui a tener cuando era monaguillo del Padre Agustín de La Asunción y vivía en la misma Casa Parroquial desde que el Padre Juan Bautista Marcano, quien me había sacado de la Isla de Coche, ahorcó los hábitos religiosos tras un jolgorio en la Plaza de los Robles. Estudiaba cuarto grado en la escuela Francisco Esteban Gómez con la maestra Nuncia Villaroel.
Era Carmen Verónica Coello además de profesional de la medicina, una excelente mujer, muy de la casa y muy de la familia. Trabajaba en el Seguro Social y Consejo Venezolano del Niño me incluyó en su libreta de salud, lo cual me vino muy bien, sobre todo cuando en diciembre me levanté de madrugada a patinar, me sujeté a la plataforma de un camión chasis largo que pasaba, con la mala suerte que luego de rodar felizmente caí con mis patines en un hueco, me golpeé y derramé el líquido sinovial de una rodilla.
Ella, la doctora, junto con su hermano Pedro Luis, había sido diputada de la Asamblea Legislativa de Nueva Esparta, ambos por Acción Democrática, pero vino el golpe militar contra el Maestro Gallegos y todo se volteó. Comenzó la persecución En la clandestinidad, Carmen Verónica sirvió de correo a Rómulo Betancourt y por infidencia de alguien, fue torturada. Su casa la allanaron varias veces, incluso cuando yo residía en ella. Todos los que vivíamos allí fuimos fichados, de manera que cuando yo me vine a Ciudad Bolívar fui detenido por la Seguridad Nacional durante 15 días hasta que la influencia de un primo, Jesús López Fernández, gran masón y Gerente de la Cervecería Victoria, hizo posible mi libertad.
Pedro Luis Coello estudiaba y el trabajo que debía presentar para graduarse consistía en corregir los males de cualquier dentadura de un paciente para lo cual me presté airosamente.
Carlos Enrique era el niño consentido, salía a la calle y solo venía a hacer sus comidas. Una vez se le metió en la cama a una de las muchachas de servicio de la casa y a la media noche se formó el escándalo, en cambio no era así cuando Efraín y yo nos metíamos. Más tarde como para librarnos de culpa incorporamos al convite sexual a Hernán Salazar y Marcos Fernández, paisanos que también estudiaban en Caracas y los domingos venían a visitarnos. Entonces hacíamos cola para hacerle el amor a la ingenua muchacha hasta que salió embarazada y no sabía a ciencia cierta de quién de los cuatro. De todas maneras cuando fue sometida a confesión por la doctora Coello dijo que era de mí el embarazo. Como Carmen Verónica prestaba servicio en el Concejo Venezolano del Niño tuve temor de que me casaran y con la ayuda de los demás compañeros me fugué de la casa. Cuando nació el bebe había sacado todas las señas de su verdadero padre. Sin la prueba del ADN todos estuvieron de acuerdo en señalar a Efraín como el verdadero padre.
A raíz de este suceso mis estudios se truncaron en la Escuela Técnica donde quería seguir la carrera de químico industrial. Arrimado en una pensión con mi primo Marcos traté de buscar trabajo. Me fui a La Guaira a la casa de Nicolás Salazar, el padre de Víctor Salazar y esposo de mi madrina. Él, paisano y amigo de Miguel Otero Silva, me llevó a la Dirección de El Nacional para ver qué podía hacer por mí. Estando en eso recibí comunicación de mi mamá. Su sobrino, gerente de la Cervecería Victoria en Ciudad Bolívar necesitaba de un empleado. Hice contacto con él y acordamos encontrarnos en Cumaná. Allá me fue a buscar en una camioneta pickup y comenzó la etapa más divertida y fructífera de mi vida.
Me olvidaba hablar de Enriquetica Coello, la hija menor de Tía Regina, inteligente y eficiente secretaria, trabajaba en una oficina importante de Caracas, pero casi siempre atacada por el asma bronquial. Yo era el encargado de ir a la farmacia a comprar los fármacos broncodilatadores. Su primer amor creo, era un hombre alto y elegante que siempre iba a la casa a visitarla, pero luego de cierto tiempo, qué decepción, “Ultimas Noticias” publicaba su foto acusándolo de estafador. Las apariencias engañan y deslumbran.
Mi Tía Regina tuvo su primer hijo fuera del matrimonio y era el administrador de un establecimiento de maquinarias ubicada en Puente Mohedano. Una vez me llamó para que cobrara los honorarios profesionales a varios médicos amigos que atendían pacientes a domicilio. Me pagaban cinco bolívares por cada cobro de 25 bolívares que costaba la visita domiciliaria. Con las ganancias me compre una bicicleta con la que pedalee toda Caracas y muchas veces iba desde El Silencio hasta Alta Vista o Petare. Cierto mal día un carro me chocó la bicicleta y los transeúntes se apiñaron condolidos de mi y pensaban linchar al conductor si no me compensaba los daños. Esa bicicleta la estacionaba y dormía en el porche de la quinta a la vista de los transeúntes. Ladrones y rateros eran escasos en Caracas o estaban muy bien controlados. Mi bicicleta como el pan y la leche que de madrugada el repartidor portugués dejaba a la entrada, permanecían intocados por mano ajena. Por fin, alguien se antojó de la bicicleta y me la hurtó, afortunadamente ya estaba bastante trajinada. Cuando en la Isla se propagó la noticia, los cocheros contaban que la primea bicicleta robada en Caracas fue la mía, seguramente estaban en lo cierto porque Caracas en los años cincuenta era una ciudad muy segura.
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