viernes, 11 de noviembre de 2022
RELATO DE LA ISLA (XVI)
Sir Walter Raleight, quien también buscaba a la dorada Manoa, nunca dio con ella sino con los Ewaipanomas, custodios de las riquezas de Guayan. Después de Walter Raleight, nadie más ha dado cuenta de los fenomenales Ewaipanomas desplazándose por parajes umbríos del sur de la Guayana, con sus potentes arcos y haz de flechas a la espalda. Nadie más los ha visto caminar de un lado a otro de la intrincada selva del Caura, donde los ubicó con pelos y señales el mimado caballero de las Reina Virgen de Inglaterra. Nadie más los ha visto ni siquiera en los transes de invocación espiritista intentados por el ya desaparecido Antonio Graterol, alarife invidente desde que se desplomó de un andamio, aficionado desde entonces a invocar el alma de los difuntos patriotas y abuelos aborígenes para interrogarlos sobre arcanos como esos de los Ewaipanomas. Los Ewaipanomas fueron descritos y dibujados por Walter Raleight como seres descabezados, con el sólo tronco y extremidades. La caja torácica con los componentes vitales de la cabeza: ojos, nariz, boca, oídos, y una especie de cúpula donde posiblemente se localizaba el cerebro. La cabellera larga desprendida de los hombros y la complexión de estos increíbles seres, eran tan atlética como la de cualquier expedicionario de la época del siglo diecisiete. Que sepamos, ningún otro aventurero del oro y de tierras promisorias, distinto al señor Raleight, vio a los Ewaipanomas. Por consiguiente, se tiene a él como único que escribió sobre esta etnia aborigen en su libro dedicado al “Vasto, hermoso y rico imperio de Guayana”. Pero, ¿A qué se dedicaban los fantásticos pobladores de las cuencas del Caura, del Aro y del Erebato, moradores de las simas de Jaua y Sarisariñama? Según la leyenda, se dedicaban preferentemente a custodiar las inmensas riquezas de la región, traducida en oro y otros minerales que todavía se buscan con avidez desbordada. Reforzando la humana barrera de los Ewaipanomas estaban unas bellas y esculturales mujeres semidesnudas cabalgando siempre sobre caballos de vistosa alzada. Amazonas sin maridos que vivían en permanente celibato para sublimar su cultura de intocables e inexorables guardianas de los arcanos tesoros de la selva. Los Ewaipanomas y Amazonas conocían de los secretos del oro, de las piedras preciosas y de las aguas de los ríos. Aguas de la eterna juventud. Aguas que ingeridas en determinadas horas podían dar la muerte como la eterna vida, sin tener como Dorian Gray que venderle el alma al Diablo. Pero el caballero inglés no tenía como prioridad de su expedición la fuente de la eterna juventud sino El Dorado. Encontrando al Dorado, todo después sería más expedito. El no estaba enfermo ni impaciente como Juan Ponce de León por hallar el manantial de agua cristalina con poderes mágicos que se suponía estaba situado “más allá de donde se pone el sol”. Circulaba como moneda corriente a principios del siglo dieciséis que cualquier persona herida o enferma que se sumergiera en sus aguas no sólo se reponía, sino que podía recuperar el vigor de la juventud. Cuando Ponce de León, enfermo y ya de avanzada edad, sintió que le flaqueaban sus fuerzas, pidió al rey de España, Carlos I, permiso para explorar y descubrir la Fuente de la Eterna Juventud. Sin embargo, el día de Pascua Florida de 1513, se encontró con un territorio al que le dio el nombre de Florida y en el que no encontró la apreciada fuente. Siguió persiguiéndola sin resultados y, herido y maltrecho, sus hombres le llevaron a Cuba, donde murió anhelando la fuente de la juventud. Otros muchos exploradores siguieron buscándola por Guayana y las Antillas. Son muchos quienes creen que los misteriosos Ewaipanomas deben andar por allí, por algún lugar muy inescrutable de la selva, eludiendo la incesante penetración de los buscadores de riquezas, de los doradistas de ayer como Gonzalo Jiménez de Quesada, Antonio de Berrío, el mismo Sir Walter Raleight y de los de hoy armados de batea y suruca y hasta de los vecinos Garimpeiros, muy provistos no de mosquetes, lanzas y armaduras como los antiguos buscadores de El Dorado, sino con helicópteros, poderosas sierras eléctricas para deforestar y máquinas hidráulicas, para horadar el suelo hasta donde se ocultan las vetas confundidas con las poderosas raíces de árboles gigantes y robustos. Otros, contrariamente, imaginan que aquellos seres misteriosos, que parecían venidos de otros planetas se auto eliminaron ingiriendo las aguas de la vida y de la muerte, porque ocultarse como topos debajo de la tierra aguardando que pase el peligro de los doradistas, no tiene justificación toda vez que el peligro cesaría cuando se hayan agotado las riquezas. Ocultarse para salir cuando se hayan agotado las riquezas no tendría explicación lógica porque nada podrían hacer toda vez que encontrarían los bosques depredados, los suelos erosionados y las aguas contaminadas, a menos que se estén preparando para una última batalla, confiados que desde muchas partes vendrían a reforzarlos como aliados los grupos ecologistas y conservacionistas del mundo, los mismos que hoy elevan su voz de protesta y de angustia contra la explotación de los bosques y riquezas minerales de la Sierra Imataca.
Alejandro Laime, también era ecologista, pero hasta su muerte ocurrida en algún lugar del Auyantepuy, estuvo obsesionado por el metal doraado. El explorador de origen letón, Alejandro Laime tenía 59 años cuando partió por enésima vez a explorar la gran meseta del Auyantepuy, de donde se desprende la caída de agua más elevada del planeta.
Pretendía en la ocasión explorar zonas distintas a las ya exploradas por él, siempre en busca de un río con lecho dorado que Jimmy Ángel dijo haber visto en uno de sus arriesgados vuelos en 1937.
Laime vivía convencido y obsesionado de la existencia de ese río dorado y respondía cuando era interrogado: “Yo creo que hay algo. Hay formaciones que me llevan a creer que existe oro en el Auyantepuy, pero la Meseta es inmensa, 440 kilómetros cuadrados, y difícil de explorar. Hay desniveles, piedras de todos los tamaños como estatuas o monumentos megalíticos., precipicios, numerosos ríos, ciénegas que hacen casi imposible cualquier exploración.”.
Contaba Laime que en la Meseta existen formaciones rocosas donde la voz se repite en eco hasta siete veces durante diez segundos. Él cada vez que subía, jugaba con el eco como un niño. Le encantaba que la montaña repitiera su nombre y estaba preparado para morir en ella.
A la exploración de esa meseta misteriosa y alucinante, donde las precipitaciones son intensas y frecuentes las tormentas, dedicó la mayor edad de su vida Alejandro Laime y había sacrificado hasta entonces quince años de su profesión de ingeniero civil. Quince años sin ejercer la profesión por estar metido en la selva buscando el Dorado que nunca pudo encontrar Sir Walter Raleigh ni siquiera al precio de su cabeza y de la sangre de su hijo.
En noviembre de 1970 cuando conversé con Laime me dijo que no sabía cuánto tiempo estaría esa vez sobre el Auyantepuy. Llevaba buena carga de bastimento en avión con destino a la Misión Indígena de Kamarata y desde allí, caminando con sus suelas de mil leguas, a la meseta y ¿a la muerte? No supimos más de su existencia. Se lo tragó la selva cegado por el brillo del amarillo intenso.
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