La Casa Vieja era de tejas y bahareque, con un patio cercado de cardones que de tiempo en tiempo alegraban el espíritu con su flor de pichigüey. La casa quedó deshabitada luego de la muerte de mi Abuela. En su interior sólo eran notables a primera vista el pilón y una larga canoa india al borde de la cual me sentaba, todas la mañanas, para ver y sentir el jadeo de Rosita pilando el maíz y soltando con gracia el canto tradicional del cereal: Ji-goo, ji-goo, y la mano del pilón se hundía en el cuenco de mi pureza infantil. Silenciosamente estaba enamorado de mi prima.
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