martes, 3 de diciembre de 2013

Personajes de la Isla de Coche


Evangelia
Cuando cumplió ochenta años Evangelia mandó a fabricar su urna, toda con madera de cedro, forrada de terciopelo marrón, de suerte que cuando falleció no hubo apremio en buscar al carpintero, tampoco por la bóveda ni  los cargadores, pues las hermanas de la Cofradía del Carmen se encargaron de conducirla en hombro hasta el Cementerio, a fuerza de cánticos alusivos al solemne momento sepulcral.


José Jesús

Siguiendo la estela de su abuelo materno, subió la jarcia hasta el carajo y divisó un mundo nuevo imposible para su permanencia.  Retornó al punto de partida donde  la vida había que anclarla con tenacidad  más que con el engaño que alguna vez lo puso de mal humor.  Al final mejoró en el trabajo productivo que le costó la vida en una noche de viandas aromáticas mal alumbrada por los rayos de una Luna oculta entre nubes de mal presagio.

Elena
Su gran amor la condenó a la muerte y su último deseo de prolongación quedó cumplido, circunstancialmente y sin demora, por la parsimoniosa ebriedad de un hijo bastardo de  Hipócrates.

Petra Margarita
Cuando niña fue la Inmaculada en el cuadro vivo de la escuela de Emérita Marín y desde entonces y para siempre quedó como predestinada para servir  a su Madre hasta que muriese, a su tía hasta el fin de sus días, a su madrina hasta su último suspiro  y a su hermano hasta la ultimidad.  Ahora ella sobrevive a las penurias del tiempo.



Luis José

Coche. Margarita, Caracas, conformaron el periplo de la muerte de Luis José cuando en gesto desbordado de bondad obsequió un costal de algodón a  Cloto para una almohada que alargara con holgura su sueño, pero ella sugestionada por sus otras dos hermana ancianas, se desveló y montó el algodón sobre la rueca de la vida.

Los compadres de Churramón
Yo fui un pretexto para que Churramón sellara su compadrazgo con Justino Marcano, dueño de la ranchería  San Antonio, y con el navegante  Ángel María Salazar (Mallía).  Las dádivas bautismales nunca pasaron de una sarta de corocoros cada vez que los trenes de Justino calaban y una tajada de plátano frito Mallía cuando Lorenza en mi presencia le servía el desayuno.

Juan Moya
Andaba Juan Moya en muletas después que un pez espada le cercenara la pierna derecha. Apoyado en su doble bastón, Juan Moya caminaba tres kilómetros desde Los Olivos hasta Valle Seco y cuando pasaba frente a mi casa yo estallaba en llanto y me escondía por temor a que Juan Moya me arponeara con sus muletas.

Eugenia
Eugenia, más bien “Geña”, la de la calle Fraternidad en Porlamar, era tan gorda que tardaba una hora en caminar desde la sala hasta el patio arbolado de su Casa, donde su hijo el zapatero José la soñaba como el mismo Jesucristo bajando de un borrico para que le remendara sus sandalias.


Chica Sánchez
Vivía noche y día, pegada de su máquina de pedal para que a Lucila, Graciela y Josefina  no les faltara nada y fuesen tan bellas como Afrodita emergiendo de aquel mar de la playa del medio donde como Penélope decidió anclarse a la espera de Ulises  extraviado en los confines azules.

Cotica
Clotilde o Cotica, era morena, espigada, delgada y musical como un vals.  Vivía recordando a Manuel de Jesús cuando la raptó y la hizo suya en aquella colina pedregosa de Zulica donde las chulingas le cantaban himnos nupciales todas las mañanas aurorales.

Chilango
Chilango estaba dotado de una vista prodigiosa  capaz de divisar en alta mar arribazones de lisas, desde la cumbre del Piache.  Una señal desde lo alto alistaba a los pescadores del gran predio de Punta Honda y horas después  en su ranchería espaciosa escalaban con agilidad asombrosa  millares de lisas ahuevadas.  Al final de la jornada, cuando el Rey de la luz se ocultaba bajo su manto crepuscular, tronaba la cohetería eclipsando las estrellas que inquietas  se asomaban en el cielo de la Isla.

Yaguarón
No sé porqué se llamaba o lo llamaban Yaguarón.  Supongo para compararlo con el Yaguarey descomunal, fruto rojo y espinoso del cardón. O tratando, dada su estructura corporal, de encontrarle parecido con el Yaguar o jaguar.  Sea como sea, lo cierto es que Yaguarón era más o menos así y por ello las mujeres lo soslayaban, más todavía desde que una joven pescadora quedó sexualmente desgarrada en la orilla de una playa solitaria.

Lorenza
Lorenza se tragaba los libros sin digerirlos.  Al fin, ¿con quién podía comentarlos si vivía cautiva en el cautiverio tradicional del matrimonio?  Solía ver a Ulises cuando retornaba de sus prolongados viajes marítimos. El libro prestado era su alimento espiritual y yo, ahijado de su marido, su único proveedor hasta agotarse todos los ejemplares de mi humilde biblioteca.  Recuerdo haberle prestado el mismo libro 150 veces hasta que me reclamó con aquella dulzura característica: “Américo, hasta cuando me vas a prestar el autorretrato de Giovanni Papini?”

Petronila
Petronila tenía las extremidades inferiores tan prolongadas que devoraba las distancias sin tener que correr, en un tiempo inferior al empleado por el común de los isleños.  Al llegar a la Bodega lejana, sin saludar a la clientela, decía: “Lo mismo de siempre, Victoria”.  Cuatro dedos de ron blanco en la copa eran suficientes para sentirse fortificada durante el día.  Pero todo en la vida tiene su final, natural o trágico,  y la nonagenaria Petronila quedó tendida en el suelo frente a la Iglesia cuando perros bravos la paralizaron de muerte.  Desde entonces, los isleños ven muy de noche una jauría tratando de sobrevivir a las coces impetuosas de un caballo.

Chica Antonia
Su voz era solemne. A veces difusa, pero casi siempre poderosa y penetrante.  Rompía con todas las tonalidades y llegaba sin rubor a todos los confines. La voz de Chica Antonia era única y valedera.  Ninguna otra se atrevía a responderle, se tragaba la plaza, reventaba el pecíolo de las hojas, maduraba prematuramente los frutos y convertía en tempestad los vientos que azotaban los cerros pedregosos.  Sólo el buzo Eduvigis sabía donde residía su debilidad, pues cuando llegaba desenfundado de la escafandra, la mujer se desmayaba como lirio entre sus manos de corales.

Leandro
Leandro no hablaba, balbuceaba y se daba golpes en el pecho como tratando de arrancar la palabra que a pesar de que nunca salía, Tía Victoria comprendía.  Digo yo que comprendía cuando le daba coco y papelón.  Con eso Leandro aparentemente se mantenía y cuando iba al Boquerón, detrás de la iglesia, a drenar sus intestinos, los muchachos lo acosaban en forma tal, que para defenderse, Leandro lanzaba unas lajas que rasgaban el aire y producían un zumbido de sirena.

Chano Paruta
Fue durante mucho tiempo el único Policía de la Isla de Coche y su única arma de reglamento era un rolo que sólo pudo utilizar una vez, no para reprimir, sino para hacer que cayera un racimo del único Tamarindo que había en el lugar, justamente vegetando muy cerca de la Prefectura.  Gracias a los efectos purgantes ese racimo fue la única vez que faltó al servicio de gendarme, precisamente, el día en que por primera vez se cometió un delito de importancia en el pueblo.

Isabel (Beca)
Beca cuando la conocí era ya una anciana encorvada que madrugaba  para localizar por el Oriente el lucero más grande del firmamento y aguardar que despertara Marcos Antonio, el único hijo de Tía Victoria, para servirle la avena.  Vecina de donde vivía, Beca tenía una casa grande que nunca habitó y que cuidaba una perra llamada “La rancho” amarrada al tronco de una mata de yaque.  Un día en que un muchacho brincó la empalizada y husmeaba por los cuartos, la perra desesperada logró zafarse, pero en vez de morder al intruso, mordió a Tía Beca que venía entrando por la puerta del corral.

Abdón Lozada
No hizo otra cosa en su vida que rasgar la guitarra española que le trajo un marino amigo de ultramar.  Abdón ejecutaba muy bien su instrumento de cuerdas con el cual acompañaba su canto y no hubo comparsas, parrandas ni fiestas familiares donde el hijo de Tarita Lozada no estuviese como protagonista de la música.  Sólo faltó a la cita una vez y fue para siempre, un día en que se pasó de clavija y reventó la fina prima de su guitarra.  La cuerda no fue posible hallarla en ninguna parte y cuando por encargo un marino la trajo de Cumaná, Abdón formaba parte como solista del Coro Celestial.

Manuel Marval (Maneque)
Venció todos los obstáculos que le impedían establecerse y alcanzar sólida posición comercial en la Isla.  Lo  que no pudo vencer fue su obesidad que le frenaba la agilidad que exigía un negocio que además de bar y farmacia, disponía de una mesa de billar donde se había hecho experto en carambolas muy seguidas, por todas las bandas.  Era un gordo solo y sin hijos, nunca divorciado de su buen humor y que a pesar de su obesidad pudo conquistar  a Josefina Lares, la dama más hermosa y  atractiva del lugar.

Nicanor Arismendi (Canoncito)
“Canoncito”  porque  era hijo de “Canón” el mayor, homónimo, y también lo retaco y chiquito, pero virtualmente fuerte como el Herrero  del pueblo que era.  Siendo capaz por herencia de hacer dúctil y maleable el hierro a través de la forja, no  podía aguardar que sus paisanos dejaran de asociarlo con la firmeza y dureza del acero.  Por eso lo contrató el circense Almeidine a fin de que fracturara a golpe de mandarria una enorme piedra sobre su pecho. Por eso el Padre Chiconalde lo encargó por tiempo vitalicio,  de la artillería de fuegos artificiales durante las fiestas patronales de San Pedro.  Canoncito era chistoso y adicto al aguardiente que lo condujo muy tempano al delirium tremens  llegando a encadenarse a su forja como auto-castigo por haber, según él,  robado el fuego de su forja al dios Vulcano de los griegos.

Flores Robles Brito
Lo recuerdo como un hombre de enigmática presencia.  El pueblo lo veneraba  porque casi siempre acertaba la curación de sus males.  Su único hijo, Alejandro, heredó sus primitivos conocimientos.  Alejandro era un negro lavado con cierta gracilidad femenil.  Flores residía y ejercía en un lugar retirado llamado “La Uva” frente a un mar lleno de corales, rodeado de xerófilas y ganado cabrío.  Nunca le faltó nada   Nadó en la abundancia por los favores recibidos y al igual que a San Pedro, el patrono de la isla, los dueños de rancherías, lo incluían con una parte de las ganancias de sus pescas.

Vitico Carreño
Los isleños lo llamaban “Vitico” a pesar de su talla atlética y la reciedumbre de su brazo derecho lanzando slider y rectas para el home cada vez que se producía un encuentro entre las novenas del Cardón y Valle Seco.  El Catcher de su equipo le tenía terror porque los lanzamientos 100 millas por hora quemaban sus manos y a veces lo tumbaba.  Vitico habría terminado en las Grandes Ligas si los scouts del béisbol norteamericano hubieran sabido de la existencia de Coche.  Los gringos supieron de la Isla cuando durante la Segunda Guerra Mundial instalaron un faro para guiar a sus barcos de guerra.

El Loco Pedro Pablo
Era un bohemio solitario cuyo verbo evitaban quienes poco sabían de los sabios.  Me lo encontraba en los sitios más insólitos.  Hacíamos buenas migas y cada vez que entraba en crisis alcohólica amanecía en la puerta de mi casa solicitando mi presencia   Era apenas un niño que perdía horas de clases por verlo construir el avión que nunca pudo volar sino en delirios, pero que sirvió como motivo glorioso a una Diversión de fin de año cuyas guarichas lucían los accesorios confeccionados con la concha del Parape  que como fino artesano solía crear en sus ratos de ocios raptados a la bohemia.

Martina
Martina era delgada, parlanchina, pero muy forzuda.  Era la cargadora oficial de la Bodega de Tía Victoria.  Levantaba con sus brazos una fanega de maíz y la conducía sobre su cabeza a un kilómetro de distancia.  En la botadura de un barco allí estaba ella con toda su energía y una vez que el Jefe civil hirió de bala en una pierna a su hijo Abdón.  Tomó a la autoridad por la cintura la elevó como un trasto viejo y luego la lanzó contra las olas de un mar embravecido.

Juan Gil
Se tenía como el hombre más platudo de la isla de Coche.  Silencioso, impenetrable, con gríngolas siguiendo inalterable la misma ruta de su casa a la playa y viceversa.  Por su porte, por sus ojos color de mar y por su manera de ser, parecía venir de aquellos remotos lares del Mediterráneo.  Su barco no era tan grande y su ambición soterrada alcanzaba no obstante todas las áreas de las necesidades de un  pueblo de pescadores. No podía escapar de ser parte de la coloquial cotidianidad tanto él como su familia que eludía el contacto humano y ambiental.  En un pueblo pequeño las fábulas no estaban demás cuando en base a la realidad le atribuían extraños sortilegios o pactos con Poseidón y Eolo, pues conocía los secretos del mar y del viento y sabía cómo sortear los peligros.  Su barco no necesitaba lastre porque siempre estaba colmado de productos para llevar y traer y tener bien surtida la necesidad bien retribuida de los amos de las rancherías.

Tomás Marín
Era el único comerciante que no vivía en su propio negocio sino en residencia aparte relativamente cómoda.  Casado con Josefita, sus únicos  hijos eran los de Juan Gil y su esposa Paulita.  Ambos socialmente se visitaban y alimentaban una estrecha relación comercial y de compadrazgo.  Juan Gil no era tan accesible como Tomás Marín, quien además era el Mayordomo de la Iglesia y quien me guardaba como en una caja de ahorros parte de los dos bolívares que cobraba por cada muerto que yo doblaba en las campanas de la Iglesia.  Por los repiques de los niños fallecidos cobraba menos.  Pero en la isla el índice de mortalidad era muy bajo, por lo que  había que esperar mucho para poder comprar un frasco de la Emulsión de Scott que Tomás Marín vendía y recomendaba para crecer y evitar las enfermedades del cuerpo.

Churramón
Así el pueblo identificaba a Jesús Ramón Coello, el hombre más ilustrado de la isla, pero no pasaba de ser bachiller graduado en Trinidad a donde lo mandó a estudiar su padre el Gobernador de Margarita, General Pablo Coello.  Este título le valió para ocupar los máximos cargos civiles, desde maestro de la única escuela hasta Juez y Jefe Civil.  Gobernadores venían y pasaban y él siempre allí, por eso el pueblo lo figuraba como un Camaleón y en pascuas de año nuevo, ya en tiempos de López Contreras, disfrutó a plenitud una folklórica Diversión llamada “El Camaleón” que en su coro festivo las guarichas cantaban; “..y tiene el rabo largo como Churramón”.

Chente
Inocente Salazar Hernández (Chente) fue el alter ego de Churramón, quien lo educó y formó para que llenara sus faltas y fuese finalmente su relevo como maestro y primera autoridad de la isla. Chente, de espíritu juvenil y despierto, cumplió cabalmente su papel y cuando la isla no tuvo más que ofrecerle para crecer, se casó con la prima Gloria y se fue a la isla mayor en busca de soluciones para sus aspiraciones, pero sin perder nunca contacto con el terruño por el que siempre se desvivió hasta el final de su prolongada longevidad.

Stanilao Windiga Nistan
Era de una presencia voluminosa impresionante venido a la isla eludiendo los desastres de la Polonia de la II Guerra Mundial.  Antes había ejercido su paisano Cooper, fino y elegante, asistido por Chucho Liboria llevándole el maletín de profesional dedicado a tratar los padecimientos ajenos. Chucho Liboria además se distinguía como habilidoso en el manejo del taco del billar de Maneque y era adicto a unas deliciosas pastillas verdes de menta.  Windiga, aunque no dominaba fluidamente  su nuevo idioma, se entendía muy bien con sus pacientes, pero no toleraba a los intrusos, menos si eran políticos venidos de otra parte como aquél imbécil que lo impactó mortalmente con su arma de fuego.

Rafael González
Cuando pasaba por el portal de la acogedora casa de Rafael González se me despertaba el buen gusto por el pan de Tomasa recién sacado del horno cuando no la música que por las tardes brotaba de la mandolina de Rafael cuando regresaba de “La Goajira”, su taller de ebanistería ubicado en las inmediaciones de Punta Honda.  A veces se incorporaba su consecuente vecino Abdón Lozada con su guitarra española.  De esas cuerdas emergió “El Carite”, a ritmo de merengue,  dedicado a la lancha “Nueva Esparta” por los años veinte  se dedicada a “correr” carite por los ramales de “El Coco”.  El canto marino estrenado  en una Diversión tradicional y que sin llegar a los cien años fue acogida como pieza folklórica del Oriente Venezolano estuvo legalmente registrada por su autor meses antes de morir en un hospital.  A mí me tocó redactarle la carta dirigida a María Luisa Escobar, instruido por  un hijo de Aurora, que en los años cincuenta servía como locutor oficial de Radio Cultura en Caracas.

Lorenza
Lorenza se tragaba los libros sin digerirlos.  Al fin, ¿con quién podía comentarlos si vivía cautiva en el cautiverio tradicional del matrimonio?  Solía ver a Mallía cuando retornaba de sus prolongados viajes marítimos. El libro prestado era su alimento espiritual y yo, ahijado de su marido, su único proveedor hasta agotarse todos los ejemplares de mi humilde biblioteca.  Recuerdo haberle prestado el mismo libro 150 veces hasta que me reclamó con aquella dulzura característica: “Américo, hasta cuando me vas a prestar el autorretrato de Giovanni Papini (“Un hombre acabado”)

Alejandrito
Alejandrito Coello, chiquito y redondo, era el capitán de “El Pacificador” tres puño del empresario Manuel de Jesús Coello que cuando se dio por primer vez a la vela fue atrapado por un temporal y se daba por perdido cuando de repente apareció.  Desde entonces fue famoso Alejandrito Coello y como hombre de mar amaba la libertad.  Por eso no soportaba al que fue longevo Presidente de los venezolanos, de modo que cuando de una apoplejía murió el mandamás, escaló el cerro y derribó El Faro, la única obra con la cual el Dictador había favorecido al pueblo.

Geña y Roseliana
La mujer humilde que por ingenuidad caía en las garra sexuales de la primera autoridad  civil de la isla,   se negaba,  por lo general, a decir de quien estaba encinta.  Por esa circunstancia nacieron sin padre aparente, Germán, hijo de Roseliana, famosa  por sus arepas  y José (Chinamo) hijo de Geña, excelente cocinera.  Todos esos hermanos murieron muy temprano.  A Germán se lo tragó la laguna de La Salina y a José, el ron del cual fue adicto desde que su Madre se lo frotaba en la piel creyendo que se había reventado el día que ensayó medir con  su cuerpo la alta torre del campanario de la iglesia.


La Falúa
La Falúa era una goleta con la cual el Gobierno mantenía la comunicación con la isla.  Era el transporte marítimo por excelencia para llevar y traer tanto a funcionarios como la valija del correo, sueldo y salarios de empleados y obreros de la administración pública,  El pueblo vivía pendiente de La Falúa y sentía cuando llegaba por el sonido de la Guarura favorecido por los vientos que azotaban a la isla. También servía ese instrumento natural de los guaiqueríes  para invocar los espíritus de la brisa cuando la bonanza o la calma chicha desinflaba las velas.

El Vigía
El Vigía solía ser un pescador excepcional, dotado de una vista prodigiosa capaz de divisar desde lo alto de un cerro si el cardumen va subiendo o bajando en alta mar.  De acuerdo con el relumbre  y el rielar del desplazamiento,  el Vigía podía descifrar si el cardumen era de lebranche o de lisa, de sierra o carita, de jurel o cojinúa, de  lamparosa o corocoro.  El pescador mayor dueño de la ranchería  descodificaba la señal del Vigía y lanzaba sus botes al mar, armado de redes, garapiños  y arpones.

Chinchorro, tren o mandinga
La red del pescador mayor se conoce como tren, mandinga o chinchorro.  Red larguísima con ancho de varios metros limitado por una interminable hilera de boyas y una interminable hilera de plomo,  Una vez que la red es lanzada al mar para cercar el cardumen, los extremos son llevados  a tierra a través de poderosas cabuyas que con sogas terciadas  a su cuerpo desndo van jalando los pescadores afiliados a Ranchería.

El perro de Marceliana
Marceliana Coello vivió con su único e inseparable compañero:  “Daramis”, un perro negro lanudo al lado del cual interpretaba por las noches en su piano “Claro de Luna”,  y  luego acostada  en el patio contaba las estrellas hasta dormirse.  Una noche  se quedó dormida para siempre.  Su perro inquieto la olisqueó de pies a cabeza antes de salir a la calle a le media noche y llorar  doloridamente como un lobo.  Después del sepelio estuvo sin comer en días.  Finalmente  abandonó la casa y fue a morir sobre la tumba de su ama.

La Guitarra que tocaba sola

Abdón Lozada fue un soltero empedernido.  Su única compañera de por vida fue su guitarra española con la cual interpretó todas las canciones de moda.  Cuando murió, su hermana no aceptó que la guitarra se fuera con él.  Quería tenerla colgada en la pared central de su casa como reliquia.  Pero no pudo soportar su permanencia. La retornó  a su amo porque en los momentos de mayor silencio, tocaba sola.

El Parape de Pedro Pablo

Pedro Pablo Fernández soñó con la tortuga parape una noche copiosa de estrellas que  inundaba su casa.  Si nunca la había visto y la había soñado era porque existía.  La buscó por todos los mares y la encontró sumida en una isla llamada Los Roque nadando en una selva de corales.  La tortuga vino alegremente hacia él para cambiar de vida.  Quería ser prenda de  parape deslumbrando en el cuello de las damas, en los lóbulos de sus orejas, como pulseras o presionando hermosas cabelleras como diadema.


Chucha o una carta sin destino

Chucha Gómez consumió su preciosa virginidad y soltería en el camarote de un Correo que navegó desde y hasta la isla por todos los mares y confines.  Paradójicamente, que recuerde, nunca hubo en la valija una carta para ella.  Sólo muchas tarjetas de condolencia mucho después de aquella la tarde que estampó el último matasello sobre la correspondencia de salida.


Clotilde devorada  por el tiempo
Clotilde Bello era delgada como una aguja y dulce como sus caramelos de limón y frambuesa.  Un día, añorando a Penélope, se puso a tejer y destejer el velo de su casamiento, pero el novio perdido en lontananza se lo tragó como a ella la inmisericorde voracidad del tiempo.




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