Chica Antonia era seguramente el personaje más elocuente de la Isla de Coche. Cicerón se habría quedado corto pronunciando sus catilinarias en el anfiteatro romano. La casa de Chica Antonia no era nada parecida a un anfiteatro ni a una tribuna o estrado judicial por el estilo. Ella, simplemente, dejaba los oficios domésticos y se plantaba en la puerta de su vivienda, frente a la plaza, y desde allí, al calor de sus conflictos internos, pronunciaba el discurso de la noche.
Los árboles de la plaza se estremecían. Frutos y flores caían vencidos por el impacto de la palabra sonora, hiriente y estridente; las piedras de la colina contrapuesta vertía sus lágrimas de piedra más los muros de la Iglesia y casas circundantes quedaban penetradas en su silencio
La voz de Chica Antonia era encendida, clara, trepidante, y alcazaba los recodos ignotos sin necesidad de altoparlantes. Había más bien que taponearse los oídos y quedarse aletargado al influjo insoportable y a veces curioso e interesante de la perorata nocturna.
Las hijas se quejaban frecuentemente del dolor de oído y el médico polaco Stanilao Wíndiga le decía que eran los altos decibeles de su madre. El único policía del pueblo, el señor Chano Paruta, sin revólver pero armado de un buen rolo pulido y tallado, descansando siempre bajo la fronda de la Mata de Tamarindo, tenía que refugiarse en uno de los calabozos de la Prefectura hasta que la vecina bajara el volumen.
También la membrana del tímpano de Eduviges, su marido, retumbaba como tambor fuera de lo normal, pero él, como era buzo de escafandra, lo atribuía a las profundidades del mar donde tenía que sumergirse en busca de la madreperla.
Sus paisanos y amigos admiraban la complexión atlética del buzo, y también, por supuesto, la resistencia que le permitía convivir con aquella mujer ampulosa no sólo de cuerpo sino de voz “que Dios me libre (exclamaba la gente) de caer en las profundidades de esa garganta”.