Las perlas de todos los tamaños, brillos y colores yacían en un
saquito bien guardado hasta que su dueño las vertió sobre el tapiz negro de la
mesa y sometió su valoración al ojo no
guiñado. Por ello de tanto mirar con un sólo ojo la
calidad de las perlas se ganó la palma de tuerto y lo apodaban sin remilgo el
“Tuerto Juan Gil”.
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