Me transfiero a casi medio siglo y
busco en los repliegues del tiempo la
serena silueta de mi madre, la de frente alta y mirada pálida perdida en los atardeceres,
distanciada de mi padre, aquél recortado señor deporte asiático, temblándole
los parietales, parco y hermético como un pozo desolado. Qué mal lo recuerdo! Había perdido la virtud de ser
amado. Juez, Maestro, Jefe civil. Cuántas cosas podía ser un bachiller de
aquellos tiempos. Amigo aparente o forzado de todos los gobiernos y las guarichas se lo reprochaban en sus diversiones de año nuevo. Tenía tantos hijos como mujeres en aquella isla donde la autoridad con
un dedo de instrucción constituía añagaza
suficiente para el amor correspondido. Creo que
sus mujeres las escogió bien, menos a una que lo llevó a la demencia.
Nunca yo, párvulo infeliz ni mis compañeros
de aula logré entender aquel enredo de las cuentas siempre malas.
De rodillas sobre el pavimento hasta que la oscuridad nos invadía de miedo y nos
obligaba aprender aquella cartilla que nuestros mayores parecían reverenciar
con estereotipado orgullo espartano. Mi padre al fin quedó extenuado por la
locura y cuando murió entre libros y tinteros, sujeto con todas
mis fuerzas al pie de la escalera del
campanario de la iglesia, me negué a verlo. Siempre le tuve miedo a los
muertos o cosas parecidas
como duendes, chiniguas, La Mano negra, La
sombra, El encapuchado. Cada
falta cometida, además del castigo físico traía por las noches el reclamo amenazador de algún fantasma inventado por mi madre
o por aquella tía que se decía mi abuela.
Porque abuela de verdad yo no tenía. Todos
habían muerto mucho antes de que yo naciera, de manera que mi abuela era Tía Beca. La única que recuerdo. La conocí encorvada y parlanchina.
Entablaba unas conversaciones de
nunca acabar con todo conocido que pasara la cerca encardonada del patio de su casa
atravesada en medio del camino o por detrás del corral de la bodega de Tía
Victoria. Tía Beca tenía su casa, pero no vivía en ella, por lo que siempre estaba
solariega, apenas habitada por "La Rancho", una perra negra con
pintas blancas realmente brava, Había mordido a
casi todo el vecindario y a cuanto muchacho se atrevió brincar la
empalizada para dispararle con su gomera a las bandadas de pájaros azulejos que
en su tránsito migratorio desde Costa firme descansaban sobre las matas de yaque o de
guamache.
La Abuela Beca solía contarme cuentos de
balandras y bergantines que naufragaban y marinos que
sobrevivan luego de luchar contra los gigantes del mar y mantenerse
a flote durante muchos dices. Mi madre también solía hacerlo acurrucándome entre sus piernas mientras iba sanado
los piojos y liendres que se cultivaban en mi cabeza para triturarlos luego con las uñas de los pulgares. Era una
manera de retraerse de la vieja máquina de
coser de manigueta heredada de mi abuela Petra y en la
que confeccionaba los vestidos de cretona y huesito de las pescadoras. Las pescadoras eran tan humildes
que no podía pagar más de dos
bolívares por sus costuras, por lo que mi madre debía completar la
subsistencia haciendo empanadas o tostando maní que luego yo vendía por las
noches en la puerta del único cine. Un cine
pobretón donde pasaban las películas
por parte y se formaba toda una algarabía cuando la imagen aparecía en la pantalla deformada. Gritaban a todo pulmón: "Cuadro Alipio", Alipio
era el dueño del Cine y para variar solía traer ocasionalmente
artistas de Circo de la que los muchachos se
enamoraban y estaban hablando
durante todo el año. Sensacional era para ellos los juegos de prestidigitación así como la fortaleza de aquel hombre llamado Almeidine que a mandarria se
hacía partir una enorme y pesada piedra sobre el pecho. Para hacer más interesante el
momento se buscaba a "Canoncito" para que descargase la mandarria
contra el circense. Canoncito era el herrero del pueblo y aunque tomaba mucho
ron la gente lo admiraba por la forma como forjaba el hierro. Cuanto Tia Victoria se levantaba para abrir
temprano la puerta de su bodega, el
primer cliente era Canoncito pidiendo
le sirvieran "la mañanita".
Más atrás venía Leandro, un loco pintoresco del pueblo, que se alimentaba a fuerza de coco y papelón. Leandro era la
distracción cotidiana de los
muchachos. No tenía más ropa que la que siempre llevaba puesta. Dormía
en la Cueva del Piache y hacía sus necesidades en el Boquerón, detrás de
la Iglesia, Allí lo sorprendía la muchachada
predispuesta y él le respondía con piedras que desarrollaban una
velocidad espantosa,
Después de Leandro era "Chano Paruta", el policía del pueblo que parecía no hacer más que cuidar la mata
de Tamarindo de la Prefectura para que la muchachada del centro no le
lanzara piedras.