Petronila era alta, desgarbada y oscura como la noche. Tenía 90 años cuando la conocí vegetando en la casa de María Hernández, que se quedó como mi hermana, niña toda la vida. En la misma casa de Fina, la mamá de Toño Fiona y de la La Morocha, madre de Inocente Salazar (Chente), maestro que me enseñó las primeras letras y reía cuando me ponía a contar y daba unos saltos enrevesados interrumpiendo la secuencia numérica.
Petronila caminaba todas las mañanas muy temprano de su casa a la bodega de Tía Victoria a zumbarse la mañanita de un solo trago, una copa de ron blanco con olor a fregosa. Al parecer, según decía, ese trago matutino era el responsable de su longevidad.
Petronila acortaba la distancia a paso de vencedores llevándose por delante las piedras rodadas del camino, la casa silenciosa de Evangelia, la Iglesia de San Pedro y la morada azul y roja de Mallía. Ella, Petronila, mantuvo un diálogo inescrutable consigo misma hasta que decidió renunciar a las voces ancestrales de la tierra cabalgando sobre la melaza depurada de la caña de azúcar.
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