Mi abuelo materno era un apasionado del mar. Un marino de alta mar. Mi madre me contaba que había navegado más allá del horizonte donde se juntan las tres cruces. Era magro, de talla alta y con bigotes. Tenía suerte con las mujeres y en él se cumplía el verso del poeta “en cada puerto un amor” “Los marinos se despiden y se van”. Aunque de Pampatar, muy cerca de la Caranta, su destino inmediato no fue su propia tierra, la del Cristo del buen viaje, donde alguna vez serví de monaguillo del Padre Marcano, sino la Isla de Coche La isla del apóstol San Pedro, patrono de los pescadores, donde encontró casi por azar, a la bella Petra Antonia, mi abuela materna, con la que sin pensarlo mucho y entre viaje y viaje le sembró cuatro hijas –Rosa, Victoria, Juanita y Evangelia. Todas hembras a las que un día cualquiera les dijo adiós para volver sino en el recuerdo. Se ancló en Ciudad Bolívar, lo sedujo el río y la ciudad montada sobre un cerro vigilando permanentemente el paso ceremonioso del Orinoco. El día menos pensado se embarcó en un bergantín y dejó a María de Lourdes, su única hija bolivarense y se fue al encuentro de otros puertos. Fondeó en Nueva York y en ese puerto le nació otra hija. Carmen María Tillero. Al fin decidió anclar para siempre en otra isla como la de su origen y escogió a Puerto Rico donde conoció y se enamoró de Fidela de Jesús Atalaya Castaño, quien residía en la Calle Caparra 41 y de cuya unión nacieron Carmen Mercedes y José del Carmen. Allí vivió el resto de su vida y falleció a los 80 años.
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