En aquella pequeña isla de pescadores donde el único medio de cocinar era el clásico fogón a base de leña seca, el hacha resultaba un instrumento valiosísimo de difícil adquisición, por lo que los pobres, generalmente, astillaban la leña con el hacha prestada del buen vecino. Mi madre me mandó un día a pedir prestada el hacha a la casa de mi tía, algo distante. Cuando venía de regreso silbando con mi hacha en el hombro, me encontré semienterrado un mediecito. Tan alegre me puse que largué el instrumento y corrí a darle la buena nueva a mi Madre. Cundo volví por el hacha, había desaparecido. Nunca una alegría fue tan fugaz y triste.
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