Evangelia
Cuando cumplió ochenta años Evangelia
mandó a fabricar su urna, toda con madera de cedro, forrada de terciopelo
marrón, de suerte que cuando falleció no hubo apremio en buscar al carpintero,
tampoco por la bóveda ni los cargadores,
pues las hermanas de la Cofradía del Carmen se encargaron de conducirla en
hombro hasta el Cementerio, a fuerza de cánticos alusivos al solemne momento
sepulcral.
Elena
Su gran amor la condenó a la muerte y su último deseo de prolongación quedó cumplido, circunstancialmente y sin demora, por la parsimoniosa ebriedad de un hijo bastardo de Hipócrates.
Petra Margarita
Cuando niña fue la Inmaculada en el cuadro vivo de la escuela de Emérita Marín y desde entonces y para siempre quedó como predestinada para servir a su Madre hasta que muriese, a su tía hasta el fin de sus días, a su madrina hasta su último suspiro y a su hermano hasta la ultimidad. Ahora ella sobrevive a las penurias del tiempo.
José Jesús
Siguiendo la
estela de su abuelo materno, subió la jarcia hasta el carajo y divisó un mundo
nuevo imposible para su permanencia.
Retornó al punto de partida donde la vida había que anclarla con tenacidad más que con el engaño que alguna vez lo puso
de mal humor. Al final mejoró en el
trabajo productivo que le costó la vida en una noche de viandas aromáticas mal alumbrada
por los rayos de una Luna oculta entre nubes de mal presagio.
Elena
Su gran amor la condenó a la muerte y su último deseo de prolongación quedó cumplido, circunstancialmente y sin demora, por la parsimoniosa ebriedad de un hijo bastardo de Hipócrates.
Petra Margarita
Cuando niña fue la Inmaculada en el cuadro vivo de la escuela de Emérita Marín y desde entonces y para siempre quedó como predestinada para servir a su Madre hasta que muriese, a su tía hasta el fin de sus días, a su madrina hasta su último suspiro y a su hermano hasta la ultimidad. Ahora ella sobrevive a las penurias del tiempo.
Luis José
Coche.
Margarita, Caracas, conformaron el periplo de la muerte de Luis José cuando en
gesto desbordado de bondad obsequió un costal de algodón a Cloto para una almohada que alargara con
holgura su sueño, pero ella sugestionada por sus otras dos hermana ancianas, se
desveló y montó el algodón sobre la rueca de la vida.
Los compadres de Churramón
Yo fui un pretexto para que Churramón
sellara su compadrazgo con Justino Marcano, dueño de la ranchería San Antonio, y con el navegante Ángel María Salazar (Mallía). Las dádivas bautismales nunca pasaron de una
sarta de corocoros cada vez que los trenes de Justino calaban y una tajada de
plátano frito Mallía cuando Lorenza en mi presencia le servía el desayuno.
Juan Moya
Andaba Juan Moya en muletas después que
un pez espada le cercenara la pierna derecha. Apoyado en su doble bastón, Juan
Moya caminaba tres kilómetros desde Los Olivos hasta Valle Seco y cuando pasaba
frente a mi casa yo estallaba en llanto y me escondía por temor a que Juan Moya
me arponeara con sus muletas.
Eugenia
Eugenia, más bien “Geña”, la de la calle
Fraternidad en Porlamar, era tan gorda que tardaba una hora en caminar desde la
sala hasta el patio arbolado de su Casa, donde su hijo el zapatero José la
soñaba como el mismo Jesucristo bajando de un borrico para que le remendara sus
sandalias.
Chica Sánchez
Vivía noche y día, pegada de su máquina
de pedal para que a Lucila, Graciela y Josefina
no les faltara nada y fuesen tan bellas como Afrodita emergiendo de aquel
mar de la playa del medio donde como Penélope decidió anclarse a la espera de
Ulises extraviado en los confines
azules.
Cotica
Clotilde o Cotica, era morena, espigada,
delgada y musical como un vals. Vivía
recordando a Manuel de Jesús cuando la raptó y la hizo suya en aquella colina
pedregosa de Zulica donde las chulingas le cantaban himnos nupciales todas las
mañanas aurorales.
Chilango
Chilango estaba dotado de una vista
prodigiosa capaz de divisar en alta mar
arribazones de lisas, desde la cumbre del Piache. Una señal desde lo alto alistaba a los
pescadores del gran predio de Punta Honda y horas después en su ranchería espaciosa escalaban con
agilidad asombrosa millares de lisas
ahuevadas. Al final de la jornada,
cuando el Rey de la luz se ocultaba bajo su manto crepuscular, tronaba la
cohetería eclipsando las estrellas que inquietas se asomaban en el cielo de la Isla.
Yaguarón
No
sé porqué se llamaba o lo llamaban Yaguarón.
Supongo para compararlo con el Yaguarey descomunal, fruto rojo y
espinoso del cardón. O tratando, dada su estructura corporal, de encontrarle
parecido con el Yaguar o jaguar. Sea
como sea, lo cierto es que Yaguarón era más o menos así y por ello las mujeres
lo soslayaban, más todavía desde que una joven pescadora quedó sexualmente
desgarrada en la orilla de una playa solitaria.
Lorenza
Lorenza se tragaba los libros sin
digerirlos. Al fin, ¿con quién podía
comentarlos si vivía cautiva en el cautiverio tradicional del matrimonio? Solía ver a Ulises cuando retornaba de sus
prolongados viajes marítimos. El libro prestado era su alimento espiritual y
yo, ahijado de su marido, su único proveedor hasta agotarse todos los
ejemplares de mi humilde biblioteca.
Recuerdo haberle prestado el mismo libro 150 veces hasta que me reclamó
con aquella dulzura característica: “Américo, hasta cuando me vas a prestar el
autorretrato de Giovanni Papini?”
Petronila
Petronila tenía las extremidades
inferiores tan prolongadas que devoraba las distancias sin tener que correr, en
un tiempo inferior al empleado por el común de los isleños. Al llegar a la Bodega lejana, sin saludar a
la clientela, decía: “Lo mismo de siempre, Victoria”. Cuatro dedos de ron blanco en la copa eran
suficientes para sentirse fortificada durante el día. Pero todo en la vida tiene su final, natural
o trágico, y la nonagenaria Petronila
quedó tendida en el suelo frente a la Iglesia cuando perros bravos la
paralizaron de muerte. Desde entonces,
los isleños ven muy de noche una jauría tratando de sobrevivir a las coces
impetuosas de un caballo.
Chica Antonia
Su voz era solemne. A veces
difusa, pero casi siempre poderosa y penetrante. Rompía con todas las tonalidades y llegaba
sin rubor a todos los confines. La voz de Chica Antonia era única y
valedera. Ninguna otra se atrevía a responderle,
se tragaba la plaza, reventaba el pecíolo de las hojas, maduraba prematuramente
los frutos y convertía en tempestad los vientos que azotaban los cerros
pedregosos. Sólo el buzo Eduvigis sabía
donde residía su debilidad, pues cuando llegaba desenfundado de la escafandra,
la mujer se desmayaba como lirio entre sus manos de corales.
Leandro
Leandro no hablaba, balbuceaba y
se daba golpes en el pecho como tratando de arrancar la palabra que a pesar de
que nunca salía, Tía Victoria comprendía.
Digo yo que comprendía cuando le daba coco y papelón. Con eso Leandro aparentemente se mantenía y
cuando iba al Boquerón, detrás de la iglesia, a drenar sus intestinos, los
muchachos lo acosaban en forma tal, que para defenderse, Leandro lanzaba unas
lajas que rasgaban el aire y producían un zumbido de sirena.
Chano Paruta
Fue durante mucho tiempo el único
Policía de la Isla de Coche y su única arma de reglamento era un rolo que sólo
pudo utilizar una vez, no para reprimir, sino para hacer que cayera un racimo
del único Tamarindo que había en el lugar, justamente vegetando muy cerca de la
Prefectura. Gracias a los efectos
purgantes ese racimo fue la única vez que faltó al servicio de gendarme, precisamente,
el día en que por primera vez se cometió un delito de importancia en el pueblo.
Isabel (Beca)
Beca cuando la conocí era ya una anciana
encorvada que madrugaba para localizar
por el Oriente el lucero más grande del firmamento y aguardar que despertara
Marcos Antonio, el único hijo de Tía Victoria, para servirle la avena. Vecina de donde vivía, Beca tenía una casa
grande que nunca habitó y que cuidaba una perra llamada “La rancho” amarrada al
tronco de una mata de yaque. Un día en
que un muchacho brincó la empalizada y husmeaba por los cuartos, la perra
desesperada logró zafarse, pero en vez de morder al intruso, mordió a Tía Beca
que venía entrando por la puerta del corral.
Abdón Lozada
No hizo otra cosa en su vida que rasgar
la guitarra española que le trajo un marino amigo de ultramar. Abdón ejecutaba muy bien su instrumento de
cuerdas con el cual acompañaba su canto y no hubo comparsas, parrandas ni
fiestas familiares donde el hijo de Tarita Lozada no estuviese como
protagonista de la música. Sólo faltó a
la cita una vez y fue para siempre, un día en que se pasó de clavija y reventó la
fina prima de su guitarra. La cuerda no
fue posible hallarla en ninguna parte y cuando por encargo un marino la trajo de
Cumaná, Abdón formaba parte como solista del Coro Celestial.
Manuel Marval (Maneque)
Venció todos los obstáculos que le
impedían establecerse y alcanzar sólida posición comercial en la Isla. Lo que
no pudo vencer fue su obesidad que le frenaba la agilidad que exigía un negocio
que además de bar y farmacia, disponía de una mesa de billar donde se había
hecho experto en carambolas muy seguidas, por todas las bandas. Era un gordo solo y sin hijos, nunca
divorciado de su buen humor y que a pesar de su obesidad pudo conquistar a Josefina Lares, la dama más hermosa y atractiva del lugar.
Nicanor Arismendi (Canoncito)
“Canoncito” porque
era hijo de “Canón” el mayor, homónimo, y también lo retaco y chiquito,
pero virtualmente fuerte como el Herrero
del pueblo que era. Siendo capaz
por herencia de hacer dúctil y maleable el hierro a través de la forja, no podía aguardar que sus paisanos dejaran de
asociarlo con la firmeza y dureza del acero.
Por eso lo contrató el circense Almeidine a fin de que fracturara a
golpe de mandarria una enorme piedra sobre su pecho. Por eso el Padre Chiconalde
lo encargó por tiempo vitalicio, de la
artillería de fuegos artificiales durante las fiestas patronales de San
Pedro. Canoncito era chistoso y adicto
al aguardiente que lo condujo muy tempano al delirium tremens llegando a encadenarse a su forja como auto-castigo
por haber, según él, robado el fuego de
su forja al dios Vulcano de los griegos.
Flores Robles Brito
Lo recuerdo como un hombre de enigmática
presencia. El pueblo lo veneraba porque casi siempre acertaba la curación de
sus males. Su único hijo, Alejandro,
heredó sus primitivos conocimientos.
Alejandro era un negro lavado con cierta gracilidad femenil. Flores residía y ejercía en un lugar retirado
llamado “La Uva” frente a un mar lleno de corales, rodeado de xerófilas y
ganado cabrío. Nunca le faltó nada Nadó en la abundancia por los favores
recibidos y al igual que a San Pedro, el patrono de la isla, los dueños de
rancherías, lo incluían con una parte de las ganancias de sus pescas.
Vitico Carreño
Los isleños lo llamaban “Vitico” a pesar
de su talla atlética y la reciedumbre de su brazo derecho lanzando slider y
rectas para el home cada vez que se producía un encuentro entre las novenas del
Cardón y Valle Seco. El Catcher de su
equipo le tenía terror porque los lanzamientos 100 millas por hora quemaban sus
manos y a veces lo tumbaba. Vitico
habría terminado en las Grandes Ligas si los scouts del béisbol norteamericano
hubieran sabido de la existencia de Coche.
Los gringos supieron de la Isla cuando durante la Segunda Guerra Mundial
instalaron un faro para guiar a sus barcos de guerra.
El Loco Pedro Pablo
Era un bohemio solitario cuyo verbo
evitaban quienes poco sabían de los sabios.
Me lo encontraba en los sitios más insólitos. Hacíamos buenas migas y cada vez que entraba
en crisis alcohólica amanecía en la puerta de mi casa solicitando mi
presencia Era apenas un niño que perdía
horas de clases por verlo construir el avión que nunca pudo volar sino en
delirios, pero que sirvió como motivo glorioso a una Diversión de fin de año
cuyas guarichas lucían los accesorios confeccionados con la concha del
Parape que como fino artesano solía
crear en sus ratos de ocios raptados a la bohemia.
Martina
Martina era delgada, parlanchina, pero
muy forzuda. Era la cargadora oficial de
la Bodega de Tía Victoria. Levantaba con
sus brazos una fanega de maíz y la conducía sobre su cabeza a un kilómetro de
distancia. En la botadura de un barco
allí estaba ella con toda su energía y una vez que el Jefe civil hirió de bala
en una pierna a su hijo Abdón. Tomó a la
autoridad por la cintura la elevó como un trasto viejo y luego la lanzó contra
las olas de un mar embravecido.
Juan Gil
Se tenía como el hombre más platudo de
la isla de Coche. Silencioso,
impenetrable, con gríngolas siguiendo inalterable la misma ruta de su casa a la
playa y viceversa. Por su porte, por sus
ojos color de mar y por su manera de ser, parecía venir de aquellos remotos
lares del Mediterráneo. Su barco no era
tan grande y su ambición soterrada alcanzaba no obstante todas las áreas de las
necesidades de un pueblo de pescadores.
No podía escapar de ser parte de la coloquial cotidianidad tanto él como su
familia que eludía el contacto humano y ambiental. En un pueblo pequeño las fábulas no estaban
demás cuando en base a la realidad le atribuían extraños sortilegios o pactos
con Poseidón y Eolo, pues conocía los secretos del mar y del viento y sabía
cómo sortear los peligros. Su barco no
necesitaba lastre porque siempre estaba colmado de productos para llevar y traer
y tener bien surtida la necesidad bien retribuida de los amos de las
rancherías.
Tomás Marín
Era el único comerciante que no vivía en
su propio negocio sino en residencia aparte relativamente cómoda. Casado con Josefita, sus únicos hijos eran los de Juan Gil y su esposa
Paulita. Ambos socialmente se visitaban
y alimentaban una estrecha relación comercial y de compadrazgo. Juan Gil no era tan accesible como Tomás
Marín, quien además era el Mayordomo de la Iglesia y quien me guardaba como en
una caja de ahorros parte de los dos bolívares que cobraba por cada muerto que
yo doblaba en las campanas de la Iglesia.
Por los repiques de los niños fallecidos cobraba menos. Pero en la isla el índice de mortalidad era
muy bajo, por lo que había que esperar
mucho para poder comprar un frasco de la Emulsión de Scott que Tomás Marín vendía
y recomendaba para crecer y evitar las enfermedades del cuerpo.
Churramón
Así el pueblo identificaba a Jesús Ramón
Coello, el hombre más ilustrado de la isla, pero no pasaba de ser bachiller
graduado en Trinidad a donde lo mandó a estudiar su padre el Gobernador de
Margarita, General Pablo Coello. Este
título le valió para ocupar los máximos cargos civiles, desde maestro de la
única escuela hasta Juez y Jefe Civil.
Gobernadores venían y pasaban y él siempre allí, por eso el pueblo lo
figuraba como un Camaleón y en pascuas de año nuevo, ya en tiempos de López
Contreras, disfrutó a plenitud una folklórica Diversión llamada “El Camaleón” que
en su coro festivo las guarichas cantaban; “..y tiene el rabo largo como
Churramón”.
Chente
Inocente Salazar Hernández (Chente) fue
el alter ego de Churramón, quien lo educó y formó para que llenara sus faltas y
fuese finalmente su relevo como maestro y primera autoridad de la isla. Chente,
de espíritu juvenil y despierto, cumplió cabalmente su papel y cuando la isla
no tuvo más que ofrecerle para crecer, se casó con la prima Gloria y se fue a
la isla mayor en busca de soluciones para sus aspiraciones, pero sin perder
nunca contacto con el terruño por el que siempre se desvivió hasta el final de
su prolongada longevidad.
Stanilao Windiga Nistan
Era de una presencia voluminosa
impresionante venido a la isla eludiendo los desastres de la Polonia de la II
Guerra Mundial. Antes había ejercido su
paisano Cooper, fino y elegante, asistido por Chucho Liboria llevándole el
maletín de profesional dedicado a tratar los padecimientos ajenos. Chucho
Liboria además se distinguía como habilidoso en el manejo del taco del billar
de Maneque y era adicto a unas deliciosas pastillas verdes de menta. Windiga, aunque no dominaba fluidamente su nuevo idioma, se entendía muy bien con sus
pacientes, pero no toleraba a los intrusos, menos si eran políticos venidos de
otra parte como aquél imbécil que lo impactó mortalmente con su arma de fuego.
Rafael González
Cuando pasaba por el portal de la
acogedora casa de Rafael González se me despertaba el buen gusto por el pan de
Tomasa recién sacado del horno cuando no la música que por las tardes brotaba
de la mandolina de Rafael cuando regresaba de “La Goajira”, su taller de
ebanistería ubicado en las inmediaciones de Punta Honda. A veces se incorporaba su consecuente vecino
Abdón Lozada con su guitarra española.
De esas cuerdas emergió “El Carite”, a ritmo de merengue, dedicado a la lancha “Nueva Esparta” por los
años veinte se dedicada a “correr”
carite por los ramales de “El Coco”. El canto
marino estrenado en una Diversión
tradicional y que sin llegar a los cien años fue acogida como pieza folklórica
del Oriente Venezolano estuvo legalmente registrada por su autor meses antes de
morir en un hospital. A mí me tocó
redactarle la carta dirigida a María Luisa Escobar, instruido por un hijo de Aurora, que en los años cincuenta
servía como locutor oficial de Radio Cultura en Caracas.
Lorenza
Lorenza se tragaba los libros sin
digerirlos. Al fin, ¿con quién podía
comentarlos si vivía cautiva en el cautiverio tradicional del matrimonio? Solía ver a Mallía cuando retornaba de sus
prolongados viajes marítimos. El libro prestado era su alimento espiritual y
yo, ahijado de su marido, su único proveedor hasta agotarse todos los
ejemplares de mi humilde biblioteca.
Recuerdo haberle prestado el mismo libro 150 veces hasta que me reclamó
con aquella dulzura característica: “Américo, hasta cuando me vas a prestar el
autorretrato de Giovanni Papini (“Un hombre acabado”)
Alejandrito
Alejandrito Coello, chiquito y
redondo, era el capitán de “El Pacificador” tres puño del empresario Manuel de
Jesús Coello que cuando se dio por primer vez a la vela fue atrapado por un
temporal y se daba por perdido cuando de repente apareció. Desde entonces fue famoso Alejandrito Coello
y como hombre de mar amaba la libertad.
Por eso no soportaba al que fue longevo Presidente de los venezolanos,
de modo que cuando de una apoplejía murió el mandamás, escaló el cerro y
derribó El Faro, la única obra con la cual el Dictador había favorecido al
pueblo.
Geña y Roseliana
La mujer humilde que por ingenuidad caía
en las garra sexuales de la primera autoridad civil de la isla, se negaba,
por lo general, a decir de quien estaba encinta. Por esa circunstancia nacieron sin padre
aparente, Germán, hijo de Roseliana, famosa
por sus arepas y José (Chinamo)
hijo de Geña, excelente cocinera. Todos
esos hermanos murieron muy temprano. A
Germán se lo tragó la laguna de La Salina y a José, el ron del cual fue adicto
desde que su Madre se lo frotaba en la piel creyendo que se había reventado el
día que ensayó medir con su cuerpo la
alta torre del campanario de la iglesia.
La Falúa
La Falúa era una goleta con la cual el
Gobierno mantenía la comunicación con la isla.
Era el transporte marítimo por excelencia para llevar y traer tanto a funcionarios
como la valija del correo, sueldo y salarios de empleados y obreros de la
administración pública, El pueblo vivía
pendiente de La Falúa y sentía cuando llegaba por el sonido de la Guarura
favorecido por los vientos que azotaban a la isla. También servía ese
instrumento natural de los guaiqueríes
para invocar los espíritus de la brisa cuando la bonanza o la calma
chicha desinflaba las velas.
El Vigía
El Vigía solía ser un pescador
excepcional, dotado de una vista prodigiosa capaz de divisar desde lo alto de
un cerro si el cardumen va subiendo o bajando en alta mar. De acuerdo con el relumbre y el rielar del desplazamiento, el Vigía podía descifrar si el cardumen era de
lebranche o de lisa, de sierra o carita, de jurel o cojinúa, de lamparosa o corocoro. El pescador mayor dueño de la ranchería descodificaba la señal del Vigía y lanzaba
sus botes al mar, armado de redes, garapiños y arpones.
Chinchorro, tren o mandinga
La red del pescador mayor se conoce como
tren, mandinga o chinchorro. Red
larguísima con ancho de varios metros limitado por una interminable hilera de
boyas y una interminable hilera de plomo,
Una vez que la red es lanzada al mar para cercar el cardumen, los
extremos son llevados a tierra a través
de poderosas cabuyas que con sogas terciadas
a su cuerpo desndo van jalando los pescadores afiliados a Ranchería.
El perro de Marceliana
Marceliana Coello vivió con su único e inseparable compañero: “Daramis”, un perro negro lanudo al lado del cual interpretaba por las noches en su piano “Claro de Luna”, y luego acostada en el patio contaba las estrellas hasta dormirse. Una noche se quedó dormida para siempre. Su perro inquieto la olisqueó de pies a cabeza antes de salir a la calle a le media noche y llorar doloridamente como un lobo. Después del sepelio estuvo sin comer en días. Finalmente abandonó la casa y fue a morir sobre la tumba de su ama.
La Guitarra que tocaba sola
Abdón Lozada fue un soltero empedernido. Su única compañera de por vida fue su
guitarra española con la cual interpretó todas las canciones de moda. Cuando murió, su hermana no aceptó que la
guitarra se fuera con él. Quería tenerla
colgada en la pared central de su casa como reliquia. Pero no pudo soportar su permanencia. La
retornó a su amo porque en los momentos
de mayor silencio, tocaba sola.
El Parape de Pedro Pablo
Pedro Pablo Fernández soñó con la tortuga parape una noche copiosa de
estrellas que inundaba su casa. Si nunca la había visto y la había soñado era
porque existía. La buscó por todos los
mares y la encontró sumida en una isla llamada Los Roque nadando en una selva
de corales. La tortuga vino alegremente
hacia él para cambiar de vida. Quería
ser prenda de parape deslumbrando en el
cuello de las damas, en los lóbulos de sus orejas, como pulseras o presionando hermosas
cabelleras como diadema.
Chucha o una carta sin destino
Chucha Gómez consumió su preciosa virginidad y soltería en el camarote de un Correo que navegó desde y hasta la isla por todos los mares y confines. Paradójicamente, que recuerde, nunca hubo en la valija una carta para ella. Sólo muchas tarjetas de condolencia mucho después de aquella la tarde que estampó el último matasello sobre la correspondencia de salida.
Clotilde devorada por el tiempo
Clotilde Bello era delgada como una aguja y dulce como sus caramelos
de limón y frambuesa. Un día, añorando a
Penélope, se puso a tejer y destejer el velo de su casamiento, pero el novio
perdido en lontananza se lo tragó como a ella la inmisericorde voracidad del
tiempo.
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