El Sol estallaba en la garganta de la Isla y la vitualla bullía en el caldero que flotaba sobre la leña seca encendida. Afuera un murmullo de pájaro se colaba por las enredaderas mientras los cactus impávidos afilaban sus espinas para que nadie se acercase a la distancia precavida del corral. Mi madre estaba lejos del mar y los niños aguardaban inquietos en el quicio de la puerta. Imaginaba que fuera ya de noche para ver las sombras de espantos desfilar sobre los muros de las casas abandonadas a la luz de la media luna. ¿Qué hacer con el ocio era la pregunta cuya respuesta rutinaria se encontraba siempre en los barcos de hojalata que a fuerza de piedra y de ingenio construían las manos diminutas. Los barcos surcaban la tierra y llegaban a un puerto donde el mar solo asomaba el claro retumbar lejano de sus olas. Coche tenía una flor en la cintura y un espejito de mar donde se miraba ya avanzada la hora vespertina. Había brisa de camarones y una luz siempre titilando en la jarcia del palo mayor del San Rafael de Mallía. Salomón, su único marino, no tenía otra cama que la cubierta húmeda salpicada por el perrito ladrador de abordo. Tío Félix contemplaba, desde la playa, el horizonte donde se clavaba la flecha cosmológica del tiempo y nadie más podía responderle a esa hora que las piedras que impedían que las olas se metieran por el zaguán de la casa de Benito Bermúdez. De esas piedras dice la gente que salió el pedernal vindicativo que impactó en la frente de Chaparro, el administrador de las salinas, el día en que el mar no quería saber más de sales ni de miedos. Chaparro descuartizado en medio de la calle fue un hecho inolvidable que paralizó las campanas de la Iglesia y clausuró por un tiempo el nicho de San Pedro. Tío Félix, soñador y contemplador, era de vez en cuando castigado por un dolor intenso en el costal abdominal derecho, por lo visto, muy cómplice del insomnio Un dolor puntiagudo como lanza toledana que desvelaba los tres-puños anclados en el puerto de la Playa del Medio, incluyendo a Vidal, Modesto y la maestra Merita Marín devotos de Morfeo.. Incluso a Mario, artista alto, blanco y amanerado que se esmeraba por el mes de junio en retocar con trementina y esmalte la escultura de San Pedro. Mario era un plástico tan artista como bromista de mucha chispa, siempre con un entorno curioso de muchachos que apenas distraían las campanas de la Iglesia y los cañones del herrero Canoncito ambientando anticipadamente el gran suceso de las fiestas patronales. El busto de Bolívar estaba ausente de la plaza y desde los portales de Telésforo Lares, mayordomo de fábrica y antecesor de Tomás Marín, salía la dotación pirotécnica y el carrito Ford tablita que hacía viajes hasta La Uva, un rudimentario puerto de pescadores siempre lleno de brisa, de arrecifes y de un acantilado con lampazos de arcillas de todos los colores. Aquí moraba en compañía de su hijo Alejandro y de un corral de chivos, Flores Robles Brito, el curador del pueblo, el salvador, el padrino de todos los muchachos salidos del vientre de sus madres con su hábil intervención en ocasiones asistido por una solícita comadrona y santiguadora llamada Angélica, amiga de Petronila., la que alargaba los pasos con fuerza increíble. La que habría ganado al mensajero de Maratón sin tener que morir en la meta no obstante su longevidad calculada en casi un siglo y, según sus términos, atribuida en parte a la copita de ron blanco de cincuenta grados que Tía Victoria le brindaba en la mañana cuando sus piernas de ébano devoraban la distancia desde las inmediaciones del Boquerón de Leandro hasta el vecindario de los Fernández.
Otro que devoraba distancias aún más remotas era Goyito Ñao, magro y estirado con sus pantalones curtidos de media pierna y la camisa arremangada. Goyito solía venir a la sirga con su madero cortando en larga navegación las olas moribundas del litoral, desde los acantilados de La Cabecera hasta Punta Honda donde recalaban al amanecer las naves pescadoras de Chilango.
Pero si este Goyo o Goyito Ñao vivía oteando la madera que los ríos arrastraban en alguna parte hasta el mar para luego atraparla en la costa, ya cansada del garete y de la brisa, había otro -Goyo Suárez-, distinto en el quehacer, aunque también trabajaba la madera, pero dándole formas con hachuela, serrucho, cepillo y formón. El hombre alto, quemado y desgarbado, lucía unos bigotes abultados donde según Mario Marcano quedaba arremansado buena parte del majarete que le seguía al café de la mañana.
Completaba el trío el matarife del pueblo, Goyito también, más por diminuto que por afecto. Vivía en Playa del Medio y era hermano de Chucha Marín, viejita cariñosa, sin la cual Marceliana Coello no podía subsistir a pesar de su abolengo y su eterna virginidad, sin más espacio que una casa antigua y aislada, dotada de piano y piso de ladrillo, donde Darami, un perro lanudo, negro y hermoso, espantaba las moscas con su rabo mientras dormía su gratuita ociosidad.
Una ociosidad envidiada por los cochinos de los patios vecindarios en los que Goyito Marín eternizaba la mirada, no por humana sensibilidad, sino por los bistec y las morcillas que tanto le apetecían y en función de ese manjar se ofrecía para sacrificar a los marranos de los que nunca faltaba uno en el patio de Evangelia. Goyito Marín tocaba la puerta a las dos de la madrugada y minutos después el chillido quejumbroso del animal hacía que la gente despertara con esta frase a la luz del alba: “Evangelia amaneció hoy con la trompa lucia”.
Elisa, en cambio, rechazaba la carne de cochino por temor a la triquinosis, con la cual estaba de acuerdo Canón, su esposo, no obstante su condición de matarife con cuchillo de doble filo protegido en una vaina de cuero repujado sujeta al cinto. De allí su preferencia por el ganado caprino que le costaba un poco más por tener que procurarlo navegando hasta Costa Firme toda vez que los hatos de chivo eran muy escasos y nada productivos.
Aquellos cerros pedregosos, impropios para el pasto, donde sólo prosperaban las xerófilas, no querían nada con los chivos y éstos menos con tierras tan inútiles para la agricultura. Años había en que la lluvia pasaba de largo y los niños compungidos, con los brazos cruzados, se quedaban estáticos reprochando la ausencia de las nubes. Pero cuando Canón colgaba en garfios las partes descuartizadas, el olor a carne fresca traspasaba las fronteras del alma y la alegría de aquellos que no podían adquirirla se transformaba en pena o en una chispeante ocurrencia.
La cecina de cabra o chivo era más barata. Por eso muchos aguardaban que Canón salara el excedente y lo expusiera al Sol para luego darse el banquete con frijol bayo, el mismo que desde tiempos primitivos utilizan los llaneros para el clásico palo a pique. Pero en Coche no conocen el palo a pique. Lo más tradicional es la sopa de gallina que también es plato excepcional, vale decir, para días muy especiales, toda vez que el plato ordinario y fundamental es el que se prepara con los productos del mar. Por eso el cochero es tan desgrasado, fibroso, fuerte y longevo, porque su dieta cotidiana es a base de lo que le ofrece el mar que lo rodea y cada fruto, por supuesto, tiene su tiempo, la lisa, el lebranche, el carite, la sierra, el corocoro y la tripa de la madreperla que saca de la rutina de las redes al pescador.
II
Circundada por el mar inmenso lleno de gaviotas alborotadas por peces atrapados en las redes. Redes tiradas desde mar afuera y atraídas con soga desde tierra. Peces de todos los tamaños y colores, desesperados por romper el copo de mayas diminutas. Entonces se oye decir en la comunidad que “Chilango está de lance” o Justino Marcano, el de la Playa del Medio con un buen cardumen de corocoro.
Tierra anegadiza por los cuatro costados, menos donde surgen los acantilados arcillosos y vetados de colores al pie de arrecifes y corales. Más allá de La Uva donde sólo abundan cardones y guamachos con sus áridas espinas y circundados de melones también espinosos junto con los calcanapires.
Tierra áridas estas de Coche donde los desiertos son de piedras, piedras amarillas, calcinadas por el sol quemante. Cerros bajos, ondulantes, sin más valles que los habitados por pescadores que parecen parias, mientras la otra gente parece mirarlos con desdén, pero se alimenta de ellos.
Repican las campanas con la alegría del niño que se ausenta y otras veces doblan al compás de la procesión del adulto horizontado. La vida transcurre silenciosa y rara vez interrumpida por un grito bullanguero o destemplado lanzado desde cualquier parte, más de las veces cuando surge una riña entre muchachos descalzos y sin camisa.
Aquí la gente vive una rutina que ya es ritual de vida que lo conduce hasta la vejez y a una muerte que siempre encuentra su refugio en la ruptura de una tierra amurallada, alejada del mar.
III
Froilán Lunar o “Chilango”, era un negro de ébano que tenía los ojos perdidos en el horizonte. Su mujer, Antonia López Lunar, a la inversa, parecía por su talla, rasgos y color, descendiente de hispanos. A veces pensaba si acaso no era pariente lejano de Juan López de Archuleta, iniciador del poblado de la Isla de Coche el 28 de julio de 1526, pero a ella ni remotamente le pasaba esa posibilidad por la mente. Vivía pendiente de su negro de ébano que madrugaba todos los días de Dios pensando en su próximo lance de lisas. El hombre con sus binóculos detectaba el cardumen subiendo o bajando desde su misma ranchería a la orilla del mar de Punta Honda. Lo confirmaba después el pescador vigía que siempre estaba en el cerro del Piache, trepado sobre los restos del Faro que destruyó Alejandrito Coello el día en que se anunció la muerte del dictador Juan Vicente Gómez. ¡Que manera de exteriorizar su rabia reprimida! Dicen que comentó la Tía Beca mientras le servía su ración de pescado sancochado a la brava perra “Rancho” siempre amarrada al tronco de la mata de Yaque.