Alentado por mi experiencia, aunque corta, con la Elizabeth II, quise probar suerte con otro tipo de embarcación, la curiara india con motor fuera de borda utilizada por los pescadores ribereños. Un domingo, acompañado de mi secretaria Martha Peña, muchacha muy natural, desprovista de cosméticos, me fui al Almacén, un puerto fluvial de pescadores a 32 kilómetros al Oeste de Ciudad Bolívar. Alquilé una curiara para alcanzar la costa sur de Anzoátegui. Navegábamos en aguas tranquilas cuando repentinamente se presentó un nubarrón oscuro con lluvia y vientos fuertes que encabritaba nuestra nave. Por prevención atracamos en un islote cercano donde la brisa levantaba furiosamente la arena. Allí como pudimos aseguramos la curiara y nos acurrucamos bajo un arbusto que se batía casi contra el suelo, a esperar que pasara el chubasco. Pero la tarde caía y decidimos regresar aún con las aguas encrespadas. Mientras Martha achicaba incesantemente yo trataba de maniobrar la curiara para evitar partir la ola. Así nos aproximamos a la orilla y costeamos el río hasta llegar al Almacén donde el pueblo apiñado en la orilla nos esperaba angustiado. Fue un inimaginable suceso que puso a prueba la fe en mí mismo y la fortaleza anímica de mi joven secretaria.
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