El nombre de Vicente Fuentes inseparable es de nuestros lejanos días, venturosos y pacíficos, de estudiante provincial. Los muchachos de entonces —que ignoraban las confabulaciones contra la frescura y el candor infantil— vestíamos pantalones bombachos, cuellos de celuloide que cubrían la solapa y una corbata de lazo dieciochesco, sobre todo en los días de fiesta de guardar.
Cuando viajábamos a Porlamar con nuestro
padre, fuera en calesa o a caballo, tras de la obligada estación en el hogar
del viejo Morao, era corriente que tropezáramos o viéramos cruzar a distancia,
por una de las calles cercanas al puerto, la recia humanidad del poeta de
Reflexión Marinera, endurecido el veteado rostro guayquerí por la vida al aire
libre, con una mirada mansa y cierto rictus en la boca, como de quien había
visto esfumarse muchos sueños y sorbido ya las ingratitudes de la existencia.
Caminaba a la manera de los veleros margariteños, impasible hacia el rumbo de
antemano trazado. La impresión que en el pórtico de la adolescencia nos dejara
este representativo de las letras margariteñas, los años se encargarían de
repujarla: hombre de corazón sencillo, ajeno por entero a propagandas y
comedias, reñido con las extravagancias, los egoísmos y las singladuras del
vicio y lo estólido.
Vicente sirvió en distintos destinos
públicos. En ninguno de ellos se vió enredado en las mallas del enriquecimiento
ilícito, y ni los más tozudos encontraron pretexto para enrostrarle
quebrantamiento de sus deberes. Limpio su paso por la Biblioteca Nacional, por
la Administración del Ministerio de- Educación y por la Presidencia de
Margarita, bajo el régimen cordial y democrático de Isaías Medina Angarita. Al
llegar a la magistratura de la Isla, fincados en nuestra desinteresada amistad,
le escribimos para precaverlo de los intrigantes de oficio y de los forcejeos oscuros
de los aspirantes a los beneficios del presupuesto. Cuídate, le decíamos, como
se cuidan nuestros contramaestres de los escollos de La Tortuga, del embate de
calculadas presiones para hacerte descender a esos feos bajíos, que se llaman,
mandonería y parro- quialismo. La ^respuesta, fecha 16 de febrero de 1943,
escrita a mano, con pulso firme, era de una conmovedora naturalidad: La tierra
me ha recibido muy bien. Está verde y fragante y tan compuesta como para que le
hagan un cuadro. La Isla ahora tiene de sobra lo que casi siempre le falta:
agua. El agitador N° 1 que es la sequía está proscrito por algunos meses... he
tenido buena suerte. Voy navegando con buen tiempo. Meses después, en otra suya
del 25 de abril de 1943, nos decía a propósito de la sugestión que le
hiciéramos de distraer unos minutos semanales en sus atareos gubernamentales
para reforzar los trabajos de Isaac sobre romances españoles en la República:
Aunque estos menesteres de Gobierno son tan numerosos que no me dejan tiempo
para esparcimientos intelectuales, incitado por la mención que haces en tu
carta busqué y leí el trabajo del Dr. Isaac J. Pardo: “Viejos romances
españoles en la tradición popular venezolana”. Me encontré, como tú dices, con
un trabajo sumamente interesante y con una tarea de investigador y de poeta que
debe ser un gran placer realizarlo. En Margarita no es fácil encontrar personas
que con sentido histórico hayan recogido antiguos romances. En general
ostentamos una gran indiferencia por todo lo que tenga olor a historia: lo que
se puede explicar piadosamente diciendo que somos irreverentes como la
juventud, y no piadosamente diciendo que tal indiferencia no es otra cosa que
una seria manifestación de nuestra incultura. La tarea del Sr. Pardo la
considero una grande y grata tarea, y ya suficientemente recompensada con los
imprevistos hallazgos que en un instante de profunda satisfacción artística,
iluminan toda una labor oscura y paciente de muchos años. Si la considero así
ya sabrás con cuanto gusto haré lo que esté a mi alcance para facilitarla, sin
olvidar además que Pardo es persona por quien sientes, querido Luis, gran
estima, condición ésta suficiente para tener yo la satisfacción de servirte.
Gracias por el recuerdo del gran Cecilio. Por los párrafos transcritos se puede
inferir el don de servir, la claridad de pensamiento y sus prendas de cultura y
de elevada simpatía. Como hijo de un gran trabajador y nativo de un pueblo que
lucha con la vida a brazo partido, no burló el cuerpo al esfuerzo cotidiano, ni
a los peligros y privaciones. Dejada la presidencia de Margarita, rehusó ocupar
otros cargos públicos y consagró el resto de su vida a cultivar en silencio una
pequeña hacienda en el poético pueblo de Choroní. No podemos evocar este
aspecto de la vida de Vicente, sin que nos preguntemos si en su decisión
labriega no habría algo del recuerdo del abanderado de nuestro romanticismo,
aquel José Antonio Maitín, quien a su retorno de Londres —y fiel a la
exultación de la Silva a la Zona Tórrida— trocó también la pluma por el arado,
y fue a ese mismo Choroní a compartir el vivir estoico de nuestra gente
campesina. Estaba persuadido nuestro paisano de que los intelectuales que lo
son de veras no deben marginarse al pueblo, sino codearse con él, para tratar
de interpretar sus ansias y de medir el alcance de sus insospechadas reservas.
Creía, con un gran estadista de nuestro com tinente, que una nación no es
fuerte porque haya encima de ella una clase educada y dominante. Si la base de
la pirámide es de mezcla, poco importa que su vértice se construya de piedras
preciosas. Empero si el fundamento es de amatista, y su cuerpo es de granito,
entonces su parte superior puede soportar todas las piedras preciosas que se
quieran: entonces la belleza estará para siempre asegurada por el vigor y por
el esfuerzo bien orientado.
Poeta, lo fue indudablemente. Como los
malogrados Luis Castro* Navarro González y Jesús Marcano Villanueva, buscó en
el arte refugio para sus inquietudes y secretos anhelos. En sus versos, como
en el Mar de las Perlas de Pedro Rivero o en el Velero Mundo de Lares Granado,
intacta está su huella con que la vida dura del mar estremeciera las más
sensibles y recónditas fibras de su
espíritu. No fue de los que se dieron a
buscar motivos exóticos para su inspiración o a imitar servilmente las
cualidades líricas de consagrados cantores patrios. Sus poemas son, por su hondura,
sobriedad y simpatía, espejo de su vida, algo más, donosa expresión del mensaje
de libertad y de altivez que trasciende la naturaleza, el espíritu y el paisaje
de la Isla amada.
Cuándo regresábamos del Cementerio, la
mañana del Sábado 20 de marzo de este 54, después de haber acompañado al noble
amigo a la morada definitiva, ante una insinuación que hiciéramos a Días
Sánchez y Pedro Antonio Vásquez, respondió que Ramón : Arturo prolongará el libro de versos
de Vicente que editará la Aeropostal Venezolana, como un volumen más de la
colección icaria apadrinada por Carrasquel y Valverde. Esa edición dijimos » -
y lo repetimos hoy— servirá no sólo para testimoniar la camaradería admirativa
hacia el esfuerzo intelectual del compañero muerto, sino para reafirmar ante la
conciencia literaria del país el hermoso numen, empapado en humanizado lirismo,
del querido bardo margariteño. En la poesía de Fuentes, bueno es subrayarlo,
nunca decae, como en el maestro José Ramón Yepes. la emoción marinista
—angustia oceánica— de raigambre vernácula, ni el ansia profunda de equilibrio
o independencia, como inútil resultaría buscar en ella contorsiones
sentimentales y desenfados procaces. En su poesía, como en su vida, todo tiene
sabor a marinería: todo es rudo y sencillo, todo fluye con diafanidad de un
alma a quien la cultura ni los embates del vivir restaran naturalidad y gracia,
aleccionadora ingenuidad varonil. Cuando murió su compañero de generación, Luis
Enrique Mármol, escribió aquí en Caracas, el año 1926, su intencionado poema:
“El Compañero en Tierra”, que comenzaba de esta guisa: En medio de nosotros
abrió el dolor su abismo. Nos atreveríamos a decir, releyendo sus cantos,
lo que de Luis Enrique captara de Aveledo Urbaneja: en él despuntaba la
intención de querer juntar, en inventada amalgama, la versificación y la prosa.
La última vez nos vimos en el
edificio Padre Sierra, en aquellas sus
periódicas visitas a su querido Pedro Sotillo: como de costumbre, el rostro de
Vicente reflejaba apaciguadora tranquilidad, no dejaba entrever pesimismos ni
secretas melancolías enervadoras. Parco en palabras. Invulnerable a las
vaharadas de cartaginismo, de rimbombancia y de insinceridad que nos atosigan.
Siempre amoroso de su tierra y su gente. Como su gente y su tierra amó el mar,
las flores y el campo. Murió como había vivido: sin meter ruido, sin
gesticulaciones, sin haber proferido palabra que no fuera de amena,
comunicativa y honda venezolanidad. ¿Qué nos queda como herencia del amigo y
del poeta, del cuentista, y del nauta escrutador de horizontes? Una flor, unos
frutos, un manojo de versos y leyendas.
Sobre su tumba no pudo la alborada insular
—que él amó tanto— poner su nota de ternura y de gracia. Pero sobre ella, en la
dulce noche caraqueña, el claror de la luna vierte apacibles raudales de luz.
Con las gozosas palabras de su primera carta, que cobran ahora insospechado
acento, podemos decir: Vicente, en la mar infinita navegas con buen tiempo.
Luis Villalba-Villalba
Caraeas, Abril de 1954.